
Él la observa,
desde su ventana.
Se imagina,
el contorno suave de su figura
la desnudez de sus formas,
demandando sus besos.
Ella le mira,
también
desde su ventana.
Se imagina,
primaveras de margaritas
y volcanes,
el roce de la piel
entre sus labios.
Si él dejara de observarla,
si ella dejara de observarlo,
si el amor fuera tan carnal,
como un cesto de moras en verano,
quizá pudiera terminar su historia,
en cualquier balneario de invierno
bajo el reproche de las amapolas.
Por eso prefieren observarse
sin arriesgarse al tacto y al abismo.
Ninguno es consciente
de que existen
porque se observan.
Y que tampoco existen
porque no se prueban.
Son solo una idea
permutable,
en la mentalidad de quien observa.
Y yo que les observo,
puedo hacer reversible su materia.
Y convertir esta historia
en un ensayo
de la fermentación de sus sentidos,
hablar de cómo sus cuerpos
son vestidos, para el acomodo de su esencia.
O quizá llevarlos al abismo,
para embriagarlos de besos,
hasta que la pasión les amanezca.
Y tú, que también observas,
vuelves permeables sus fisuras,
y modificas su imagen y la mía,
en las infinitas posibilidades
de elegir barrica
para el asiento de un nosotros.
Cuerpo en vid, macerando el mosto,
y desatando tormentas
sobre el cuerpo desnudo de una cepa,
que aspira a rozar el horizonte.