Hoy he estado en el mercado del sentido

y no hay peces de colores.

Había un puesto de algodón de azúcar

y color rosado.

Una mujer extendía su mano,

invitándome a probarlos,

prometiéndome

un finito sabor dulce,

para mí quizá demasiado empalagoso.

En otro puesto se vendían flores,

cortadas, simétricamente colocadas,

para morir en un jardín oscuro,

sin servir de alimento

a las mariposas blancas,

 vendidas

a cuarenta céntimos

en cajas de madera.

Un hombre, desde lejos,

me ofrecía un linimento,

la pócima milagrosa,

para calmar todas las dolencias.

Un manjar alquímico,

que prometía ser pasaporte a las estrellas.

Hace tiempo que no busco linimentos,

ni tiritas sobre cualquier herida.

Huyo de todos los placebos.

Prefiero mi dolencia, el corte limpio,

limpiar mi propia sangre,

quemar las lágrimas,

en cualquier hoguera del silencio,

a una cortina de humo,

donde abrasarme por dentro

y no encontrarme.

Un librero me dijo que sus libros,

serían como un pez sobre mis ojos.

¿Y si todo lo que estuviera escrito

no fuera sino una lente deformada,

un sucedáneo,

siempre mediatizado por las sombras

de quien osó a interpretarlo entre sus noches?

Yo busco el pez, la letra originaria…

y a veces, confieso, que desisto

pensando que, quizá, no existe

ese estanque donde posar los pies

y detener la mente

para liberarse de cadenas.

En el mercado del sentido

no hay peces de colores.

Una vieja mujer

caminaba despacio

casi arrastrando

un pesado cesto de manzanas.

Ella pasó a mi lado

y me miró,

tan detenidamente,

que pude leer en sus labios

su advertencia:

“Los peces de colores

 que tú buscas

no habitan en estanques,

sino en las aguas más profundas,

quizá, la más turbulentas.

Es mejor no buscarlos,

o puedes naufragarte

o desangrarte”.

Y en ese momento

pude observar un mar, adentro,

y las profundidades abismales.

No me importó arrojarme

entre sus aguas.

¿Quién quiere seguridad

cuando,

en el mercado del sentido,

no hay peces de colores?

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