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Si invirtiera las hojas del árbol de la vida
qué sexo remarcaría su izquierda,
quién encontraría su fundamento
bajo el sendero de la luna,
quién estimaría la belleza
en los caminos del olvido
para quién la fortuna es el amor
por encima de cualquier éxito
quién haría de su sabiduría entrega,
en los pilares de la misericordia.
Si miras con ojos detenidos a tu madre,
ella porta el cesto con todas las virtudes,
lleva un bálsamo de olvido
para reconfortarte en tus fracasos
un quintal de amor, miles de pócimas de entrega
y su mayor éxito siempre sería tu sonrisa.
Por eso el árbol de mi estirpe
no se organiza por género ni sexo.
Todas sus ramas comparten
la misma madera.
Dicen que el agua más clara
tiene un ligero brillo áureo
en recuerdo de la fuente
que amamanta el manantial
en infantes correntías.
Dicen que no ha de ser turbia
ni presentar corrientes traicioneras
y el acceso a su trono no es abrupto
sino un valle con flores violeta.
Dicen que allí te vieron
con tu cuenco blanco,
dando giros,
agradeciendo al agua,
poder descontaminarte.
Y cuanto más te asías
a tu grimorio de Raziel
pudiste comprender que todo
incluso lo más oscuro
nos compete.
Hay quien dice que escribiste versos
de sagrada numerología
y hoy yacen ocultos tras un viejo acueducto
con nombre impronunciable.
Yo te sigo viendo,
circunvalándote,
entre las espirales del silencio.
Me increpas desde lejos
y me ofreces
otro cuenco de agua cristalina.
Siento que hay fuego tras mi espalda
y se hace fango el terreno hasta tu nombre.
Y tú me adviertes:
no creas en el espejismo.
No hay túnel, ni fango, ni trompetas.
Solo un cuenco con agua transparente.
Tú quieres un lazo con siete nudos
yo con nueve
y, aun así, ambos se rebelan.
Solo quieren reconocerse en sus inicios,
cuando ambos,
bebíamos de la misma copa.
Y mi visión del cuenco tan simétrico
cobra vida.
Mientras me sonríes
me conjuro
contra el ruido de los poderosos.
Y giramos siete veces
siguiendo el marcaje.
Y por fin comprendo
que nada es más fuerte
ni más invencible
que un cuenco con agua.
Que así sea.