Cae la tarde y cierro el ordenador. No se crean que para hacer un gran cambio. Media hora mirando el móvil, las novedades de las redes. Me asaltan anuncios por doquier de nuevos libros. Muchos prometen lo mismo, su lectura me llevará a un universo desconocido, un paquete místico para aprender a vivir y otro fantástico para sumergirme en historias de puertas dimensionales. Entre tanta oferta no sé cuál elegir, cuál sería ese libro esencial para que mi vida se transformase en armonía perpetua. Pero ¿existe? Dejémoslo ahí, en ese objetivo inalcanzable. Su publicidad me cuenta que todos ayudarme a conseguirlo. Confusa por tanta duda, hago “zapping” en YouTube. Me dejo guiar por su publicidad. Ay, amiga, eras tú aquella a la que la vida no le arrollaba. En fin, todos tenemos contradicciones. Abro el primer video que ofrece la plataforma. Es un hombre que asevera contactar con el propio Dios. Su mensaje es claro: Dios dice que seamos buenas personas. No profundiza más, sigue dando vueltas a la misma frase. Buenas personas ya somos casi todos, ¿no?, con algunas equivocaciones, pero, claro, hay que verse en las circunstancias de cada uno. Cierto que algunos de aquellos que no llegan al “casi” son bien detestables. Paso al siguiente video. Ya entramos en algo más complejo, es una clase de Kabbalah, con meditaciones de letras. Intento meditar. Tengo que luchar conmigo misma para no recordar a aquel hombre repitiendo que hay que ser buenas personas. Al fin me centro y cierro los ojos. Irrumpen en mi mente unos rostros con la cruz de San Andrés. Esto es raro, pienso, abro los ojos y cambio de tercio, no se me vaya a ir demasiado la olla. El tercer intento me lleva a algo realmente inquietante. Un individuo está relatando todos los tipos de reptilianos que existen. Les confieso que no tengo ni idea de ese tema. ¿Pero no tenemos todos un ADN similar? Este hombre lo tiene todo muy claro. Comienza a hablar de Egipto. Según dice allí se conocían algunos individuos de dicha maldita genética. Mi cabeza vuelve a irse. Pienso en las pirámides. Una estructura magnífica pero demasiado pesada para volar. Me las imagino de otro modo, capaces de crear una energía que torne su material en flexible y se queden planas, unidimensionales, en un papiro. El hombre explica cómo reconocer a un reptiliano…quizá todos podamos ser reptilianos, solo hace falta una mera composición en nuestra fotografía. Me inquieta ese tema, de verdad, no molaría tener piel de serpiente. La serpiente ¿es prudente o astuta? Madre mía, qué lío tengo en la cabeza. Cierro el móvil, recuerdo que es hora de cenar. Me voy al frigorífico cojo una Estrella Galicia y unas buenas aceitunas. Esto sí es una autoayuda del mejor nivel.
Pensar para no pensar es un libro de edición bastante cuidada, la letra respira y facilita su lectura. El libro está bastante mimado, por lo que, desde aquí mi enhorabuena a Edición Personal, sello de autoedición, por su dedicación y calidad.
Más, como es evidente, mi principal enhorabuena es para su autora. Marisol Martínez Sánchez Prieto es una gran mujer. Sin duda, una de esas personas tocadas por la intuición que se rebelan a su tiempo y son capaces de convertirse en guionistas de su propia vida. Ella, siempre divina, con sus más de 70 años, no hay tacones, ni escotes, ni sombreros que se le resistan. Pero si muchos se quedan en la superficialidad de su maravillosa indumentaria advierto que, como no podía ser de otra manera, detrás de esa divina rebeldía está una mujer, en todos los sentidos, de bandera.
Y como es una mujer de bandera, con más de setenta años, sin apenas formación, escribiendo a mano e ignorando todo sobre las nuevas tecnologías, fue capaz de asumir un reto que le propusieron en la biblioteca de su pueblo: Escribir sus memorias. Conoció en ese tránsito aquello que solo un escritor entiende, como levantarse a media noche para escribir una frase o pasarse horas y horas, detenido el tiempo, para completar un capítulo. Ella ya es uno de nosotros. Y como uno de nosotros y nosotras aquí aprovecho para darle mi más afectuosa bienvenida.
Marisol creció en un mundo de corsés morales, en un pueblo marcadamente patriarcal, en el que abandonó sus estudios bien pronto para trabajar en la quesería de su familia. Pero, como ser especial que es, le dio la vuelta a todo, manteniendo ante la vida una actitud que, sin duda, será ejemplo para las generaciones venideras.
Si escribir un libro es un reto, unas memorias lo es más. Si a cualquiera nos preguntaran si escribiríamos nuestras memorias, la mayoría diríamos que no. ¿Mis memorias?, ¿contar mis cosas? No, no…Quizá pensaríamos que, tal vez, si cambiáramos el nombre a las personas, rodeásemos la escena con una invasión zombi o una guerra extraterrestre, puede que nadie se enterase de que contamos nuestras cosas…Pero hablamos de Marisol y ella es capaz. Y lo ha hecho: Pensar para no pensar.
Es un libro para no pensar, pues fue escrito en este tiempo de pandemia. También es un libro para pensar, porque nos ofrece su palabra sincera. Comienza con una cita de Mateo y termina, en su contraportada, con una cita de Isaías. Pero ahí no termina eso, su autora concluye esa cita pidiéndole una señal al profeta.
Esa petición requiere que indaguemos si esa señal no está en este libro desde el principio. Debemos, pues, preguntarnos cómo su autora enfrenta la espiritualidad. La percepción que yo tengo de Marisol ante la consciencia de la vida es tan particular como ella misma. Me la imagino ante una pitonisa, quien le echa las cartas para averiguar su futuro. Marisol está atenta, parece entusiasmada y cualquiera diría que se lo cree. Pero no, no se lo cree. Aún así, si las cartas saliesen un poco regulares, por mucho que no se lo creyese, Marisol diría que “eso lo iba a cambiar ella”, que le echasen otras cartas. Es más, me la imagino hablando con el mismísimo Dios y diciéndole “no se te ocurra, eso no puede pasar”. Y lo que es inexplicable para el resto de los mortales: Dios la escucha. Sí, la escucha.
Y si esto ya nos da la primera pista, todavía hay más. Su autora firma y se identifica con un sol sonriente. Un símbolo poderoso, el astro rey, el calor, el veranito, la playa, las palmeras…Pero estamos investigando si hay una señal, por lo que no puede ser tan simple. Y es que ella se identifica con ese círculo y los delgados rayos que le rodean. Un sabio místico de la Kabbalah del siglo XVI, al meditar sobre la creación, explicaba que Dios se contrajo para crear el mundo y ese espacio vacío que dejó tenía forma de esfera. Algo que no está muy alejado de alguna teoría física actual sobre la formación del universo. La divinidad rellena ese espacio con una luz delgada, unas suaves líneas, para evitar el daño o su ruptura. La luz entra siempre a ráfagas delgadas, como diría Virginia Woolf. No es casual que ella se identifique con esa esfera. Cuando da lo mejor de sí misma, lo envuelve todo, para que a su familia no le queme el sol, ni le afecten las veleidades de la luna. Y en ese momento es capaz de rebelarse ante el mismísimo universo. Así Marisol le dice a su padre que no se puede morir. No se instala en la queja o en el victimismo, contándonos las preocupaciones de su propia enfermedad, sino que nos dice “eso está parado», y en un momento amargo, cuando la adversidad azota a dos miembros de su familia, se retira para llorar en silencio, con una botella de vino, para no embriagarse con el fruto de la vida.
Qué ancestral sabiduría aquella que nos enseña que cuando uno se enfrenta al fruto amargo de la vida, siempre desconocemos hacia dónde puede llevarnos su embriaguez. Retirarse, el silencio, es la mejor manera de cuidar nuestro pequeño círculo y no dañarlo todavía más.
Si les faltase alguna prueba más para querer conocer a esa magnífica mujer, hay más señales. Marisol tiene una hora mágica, las 22:22. Cuenta que se le ocurrió un día, cuando estaba mirando la luna y hablando por teléfono con una persona muy especial, su hija Chari. Tomen nota, a ella se le ocurrió, así, como una cosa sin importancia. Teólogos, filósofos, egiptólogos, cabalistas, teósofos, sufistas, estudiosos de los lenguajes ancestrales, pueden cerrar sus libros. El libro de Thoth, los 22 arcanos, los 22 senderos hacia las 10 emanaciones del árbol de la vida, las 22 letras del alfabeto hebreo, las 22 letras del arameo…A ella se le ocurrió, de casualidad.
Pero la guinda final que concluye esta investigación reside en algo muy esencial. Su hora mágica no son las 22, sino las 22: 22, la hora espejo. El alfabeto en su conjunto, con las múltiples combinaciones de todos los nombres de la divinidad, a fin de intentar aproximarse a la unidad y también su letra de cierre, la 22, la TAV. Esa es la gran llave que nos regala Marisol cuando cuenta su vida, cuando se desnuda ante nuestros ojos mostrándose, sin ambages, tal cual es. Y pienso que ella lo sabía desde el primer momento de su nacimiento. Todos debemos llevar en nuestro hombro una tav, porque la tav significa la fe simple en nuestro propósito, sin sujetarse a dogmas, la confianza. Y es esa confianza sin miedo la que nos libera y nos hace guionistas de nuestra propia historia.
En sus palabras, nunca debemos renunciar a nuestra propia forma de ver las cosas.
Con su marcada genialidad, recuerdo que un día les dijo a unas vecinas , quienes no dejaban de recomendarle instrucciones para dejar bien blanca la fregona, » yo no me preocupo de que la fregona esté limpia, sino de cómo le voy a hacer el amor a mi marido cuando llegue del campo».
Quien se sujeta a dogma por ser timorato, no por convicción, ni siquiera se puede evaluar, pues es su temor el que le frena, no su capacidad de hacer el bien. Y en ese querer ser timorato se pasa siempre en exceso de rigor, convirtiendo su vida en represión y lo que es peor, amargando a los que le rodean. Marisol es su antagonista. Todo lo contrario. Una mujer de bandera dispuesta a seguir comiéndose la vida.
La palabra tiene fuerza creadora, ella nos ha dejado su palabra en este libro.
Cinco personas y sus familias vivían atrapadas en un espacio en forma de pentágono. Estaban confinados por una razón desconocida y su único contacto con el exterior era el empleado de correos, que le traía lo necesario para subsistir.
Su mundo se vio reducido a unas estancias particulares en las esquinas del pentágono y un espacio común, en su centro, donde al menos podrían socializar mínimamente. Su vida se convirtió en rutinaria. El tedio era tal que, día a día, todo iba perdiendo sentido.
María era una mujer solitaria que vivía con un precioso gato de color café. Desarrolló una compulsión por las compras, de forma que pedía objetos de todo tipo, para poder así mantener algún contacto con el empleado de correos. Lo había idolatrado. Él conocía el exterior. Fantaseaba con la idea de que, algún día, le confesase su amor. Y eso nunca ocurría. Un día el cartero le comentó que estaba casado y tenía dos hijos. ¿Hijos? En su reducido espacio nadie había tenido hijos. Su fantasía romántica se quebró. Ese amor imposible que le dolía por dentro le llevó a otra compulsión: comprar y comprar cosas para agradar a los otros vecinos del pentágono. A veces se las aceptaban con una sonrisa y otras se notaba que les desagradaba mucho les comprase objetos que ellos no habían pedido.
Ernesto era un hombre rudo, con un carácter quizá demasiado irascible. Era muy exigente consigo mismo y con su familia. Vivía con su mujer, Alejandra y su hijo Esteban de 20 años. Esteban sufría el rigor de su padre, quien fantaseaba con poder salir del maldito pentágono si su hijo se convertía en un deportista de élite. Le exigía una rutina dura de entrenamiento y alimentación. A penas le dejaba respirar. Alejandra sufría por su hijo. Sabía que su deseo era ser escritor. Pero Alejandra no se atrevía a decirle nada a su marido.
Alberto era muy atractivo. Un hombre moreno y alto de rasgos marcados. Tenía carisma. Todos le escuchaban. Vivía con Ana, su novia, la cual solo veía a través de sus ojos. Era el habitante más popular. Nadie le rehuía y si salía a las zonas comunes, todos acudían para conversar con él. Decía tener un plan para salir de dicho habitáculo, pero sus ideas quedaban en humo. Nunca había una propuesta concreta.
Horacio era el intelectual. Siempre estaba leyendo libros y no deseaba el contacto con ningún otro ser, salvo el cartero, y solo cuando le traía un paquete con su nuevo pedido de libros. Vivía solo. Nunca salía a los espacios comunes. Los demás le parecían poco para él. Su conversación le aburría. El deseaba seguir estando encerrado y no le preocupaba salir. Solo quería seguir estudiando y que nadie le importunase. No había nadie como él, al menos, eso pensaba.
Cristina era la mejor. Siempre estaba sonriendo y dispuesta a ayudar al resto. Era equilibrada, de buen carácter. Vivía con su sobrina Valeria. Una preciosa niña de 10 años y la única niña del lugar. Le gustaba contar cuentos, imaginar historias y viajar con la mente. Al menos así hacía que Valeria no se sintiese tan limitada. Por las noches lloraba en silencio por su sobrina. Temía que nunca pudiera ser libre.
Tuvieron que pasar, desgraciadamente, muchos años, hasta que los vecinos de tal particular pentágono descubriesen la salida. Era muy fácil, estaba justo en el espacio común. No pudieron verla hasta que cambiaron su forma de pensar. María comenzó a pensar en sí misma y entendió que su valor no residía en cómo la vieran los demás. Daba, pero no pensando en ella, en la ganancia de agradar, sino en ayudar cuando alguien de verdad lo necesitase. Dejó de idolatrar al cartero y pensó en todo lo que podía hacer en el exterior, sin importarle tanto lo que pensasen de ella sus vecinos. Alejandra y Esteban fueron capaces de poner límites a Ernesto. Ernesto comprendió que uno debe vivir su propia vida y que su hijo también. Ana dejó de mirar a través de los ojos de Alberto. Le hizo saber sus debilidades y Alberto comprendió que si no se actúa, por mucho que se hable, uno no alcanza la victoria. Horacio entendió que los libros no podían darle aquello que debía vivir por sí mismo. Debía ser humano, no un autómata asimilando información, sentir, vivir, amar, respirar. Cristina, por fín, se dio cuenta que no podría salvar a Valeria si no se salvaba a sí misma.
Salieron, un día de primavera, dispuestos a enfrentar la aventura de sus propias vidas. ¿Cuántas esquinas tenemos que limpiar? Quizá no exactamente estas, pero tal vez otras.
Miguel Altiere, quiere dirigirles una nueva carta. Dice que ha estado meditando mucho esta semana. Está muy agitado, mueve las manos sin parar y quiere que todos salgan de sus casas con un farol para alumbrar su caverna. Dice que nunca podrá ser totalmente iluminada si todos ustedes no encienden su luz.
Tú eres único/a. Puede haber alguien parecido, quizá te parezcas mucho a tu padre, tu madre, tu hermano…Pero aun así eres único/a. Siempre hay algún rasgo, complexión, gesto, que te diferencia.
Esa diferencia no es solo física. Es también mental, en tus capacidades y habilidades.
Puede que muchas de tus ideas sean parecidas a otros, incluso las mismas, pero la forma en la que las entiendes, cómo las expresas y lo que concluyes de ellas es único. Cada persona aporta siempre una visión diferente.
Como eres único/a puedes hacer cosas únicas. Deja de cortar y pegar. Deja de reescribir o copiar lo que han dicho otros. ¿No conoces el tema? Infórmate y medítalo. Atrévete a expresar lo que piensas. Sea más elaborado o no, aportará una particular visión, la tuya.
Alabas a las personas que hacen cosas únicas porque tienen éxito, en el trabajo, en sus relaciones, en sus inversiones, en sus intuiciones…
Pero no es un secreto. Tú también eres único/a y puedes hacer cosas únicas.
¿Y por qué otros únicos/as tienen éxito?
Porque actúan. Porque las hacen realidad. Fracasarán alguna vez, o muchas, pero seguirán haciendo cosas únicas y obtendrán éxito en alguna.
¿Y qué nos diferencia a los demás de aquellos/as que hacen cosas únicas?
Que tememos no ser capaces de hacerlo.
Así que actúa. Lánzate a la vida. Experimenta. Sé único/a.
Si piensas que no puedes hacerlo, deja a tu vocecita interior de lado y pruébalo. Te ruego que saques tu farol a la calle y ayudes a iluminar esta cueva oscura.
No escribo esto como un consejo de autoayuda, sino como una necesidad. Estoy harto de alumbrar solo esta caverna oscura. Todos dependemos de todos. Precisamos que los demás aporten su lado único.
Un mundo en el que se pierden tantas cosas únicas porque muchos/as no confían y no se atreven a hacerlas, no es el mundo ideal. Nos estamos perdiendo algo mejor. El mundo puede ser mejor si todos aportamos nuestra forma única de mirarlo.
Margarita se desconocía. Muchas veces no confiaba en sí misma y daba vueltas a las cosas, pensando no hacía nada bien. Siempre tenía un fallo que recriminarse. Ella estaba acostumbrada a complicarse la vida. Estudió dos carreras universitarias a la vez. Emprendió un pequeño negocio y a primera hora de la tarde daba clase en la universidad. Y todo ello compaginado con la crianza de dos hijos, para los que siempre reservaba las tardes, desde que salían del colegio. Era una madre cariñosa y presente, aunque en ocasiones, lo reconocía, cuando llegaba la noche se sentía desfallecida. El padre de sus hijos, desde el divorcio, se había convertido en un padre ausente.
Un día, embebida en esa carrera vertiginosa por hacer todo al mismo tiempo, decidió darse un respiro, para pensar qué cambios podía hacer en su negocio. La pandemia estaba afectando de manera considerable a sus ingresos. Y en esos momentos de incertidumbre, tuvo una pequeña crisis de ansiedad. Sintió como si el esternón se le hundiera hacia dentro, con un dolor punzante y una sensación de ahogo constante. Cuando en la consulta de urgencias le comunicaron que era una crisis de ansiedad, no daba crédito. ¿Ansiedad?, yo nunca tengo ansiedad, pensó.
Aun así, se dejó convencer por sus amigas y decidió acudir a la consulta de una “coach”, para ver si podía mejorar su rutina. Las entrevistas con la psicóloga no fueron tan gratificantes como pensaba. La coach hablaba muy acelerada y afirmaba estar muy ocupada, tener que hacer muchas consultas y nunca tenía tiempo para completar la media hora que, por otra parte, Margarita pagaba por anticipado.
Está muy ocupada, decían. ¿Ocupada?, ¿y qué justificación es estar ocupada? Se preguntaba. Ella nunca retrasó un contrato, ni falló a un compromiso. Le comentaron que su coach siempre llegaba tarde a la consulta. Empezaba tarde y las citas se le agolpaban, debiendo reducirlas. Margarita no entendía por qué no reducía el número de citas y cumplía sus compromisos, si no podía abarcarlo todo.
En ese momento comprendió que ella sí estaba muy ocupada. Y aun así sabía gestionar los tiempos. Dejó a la coach con la palabra en la boca y dedicó toda la tarde para sí misma y sus hijos. Respiró, tomó confianza. Saldría adelante.
¿Cuántas buenas cualidades tienes que no reconoces?
A veces es necesario un espejo en el que se reflejen nuestras capacidades y cualidades positivas.