
Vomitó, y lo hizo con ganas, como provocándose, hasta que notó que la bilis quedaba atragantada en su garganta. Luego lloró, desconsoladamente, como diría su padre, como una niña a la que se le quita la muñequita. Menudo era su padre, con esa voz grave y ese tono alto, autoritario, como pretendiendo comerse el mundo, y ahora, ya no quedaba nada de aquel hombre, si podía llamársele de esa manera. Lo miraba y no le parecía su padre, era un pellejo, cuatro huesos depositados sobre una cama. Lo había odiado tanto, pero ahora sentía que no le quedaba odio, ni siquiera le quedaban lágrimas. Las había agotado en el camino de ida al hospital. Sintió vacío. Mucho vacío. Un hueco en el estómago, como si un ácido le corroyese por dentro.
Se acercó una enfermera. Una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de pelo castaño y ojos grandes, de un color opaco, como tristes.
—No murió de Covid, no fue coronavirus. Le hemos hecho la prueba. Fue un desgraciado accidente. Resbaló en la residencia y cayó, con tal mala suerte que se rompió la base del cráneo.
No sabía por qué iba a consolarle más que fuera un accidente. Había muerto su padre y, lo que era más desgarrador, sin llegar a quererle nunca.
La enfermera siguió hablando hasta que entendió que él no estaba, allí, en la conversación.
—Lo siento mucho, comprendo lo que está pasando. Ahora lo llevarán al depósito hasta que lleguen los de la funeraria. Lo siento.
—Gracias. Hablaré con la funeraria entonces.
Entraron dos hombres que, con gran delicadeza, emprendieron el traslado del cadáver a la morgue. La cama quedó vacía. La observó un instante. El mal es como un agujero, la nada, la ausencia.
Una amarga sensación de regresión hacia su pasado inundó su mente. Se veía, con su pequeño cuerpo, lleno de golpes, por el pasillo, sin encontrar refugio donde acurrucarse y esperar que todo pasase. “A este niño lo enderezo yo —decía su padre, con ojos de poseso y mano abierta. “Déjale ya” —, gritaba su madre. Y él enfurecía todavía más, la apartaba, discutían, siempre gritaba, siempre rompía algo, siempre la rabia atada a su ser y su pensamiento, la rabia que descargaba sobre él y sobre su madre. Esa rabia, la que le dejó tan pegada, durante años, a una sensación intensa de impotencia, ahora eran cuatro huesos. Era la nada. La mirada hueca. La ausencia de alma.
Salió del hospital con la cara tan desencajada que asombró a su buena amiga Laura, quien le esperaba en la puerta.
—Te dije que no debías de ir. Que se encargase la funeraria. Te hace daño incluso aunque esté muerto.
—Tenía que asumir este trance, Laura. Si no lo hubiera hecho yo, hubiera venido mi madre y eso tenía que evitarlo. Ya bastante pasó.
Laura apretó su mano—. ¿Qué has sentido, Jorge?
—Nada. Justamente eso, nada. No había nada en aquella habitación. Era eso, él no tenía alma.
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