Viatori nocturnalia

 

 

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No me cuentes hoy, que este solsticio

que traerá san Juan en las hogueras,

quemará los males de mi ropa

y traerá caricias como brisas,

sobre las cicatrices de mi piel.

 

No me digas, que hay un vuelo

de chamánica profecía,

para abotargar mi hechicería,

con una imaginaria procesión,

de cuervos entre olivos.

 

Hay veces, que yo me siento entre los muertos

y los hago comensales de mi mesa.

De alguna manera su silencio,

es más prometedor que una mentira.

 

No hay solsticio purificador,

si uno no se arremanga y se dispone

a pescar los peces con sus propias manos.

 

Es hora de barrer, puertas adentro.

Hace ya demasiado tiempo que tus manos

desconocen las fronteras de mi cuerpo,

y yo ya vago errante y prisionera

de la deconstrucción de mis cimientos.

 

Saltemos, pues, las llamas en un trueque,

la fealdad del tiempo por la risa.

Cuando el horror se hace bello,

una sonrisa no es más que el pacto siniestro

de la ausencia de misericordia.

 

No aplaudas. Esto no es un teatro

ni hay ninguna función.

La rueda de la vida gira para nuestro descrédito,

en las revoluciones primitivas.

 

Mi ser humano,

hoy se tuerce

porque no hay raíces en los troncos

que inundan de dolor los cementerios.

 

Eso sí, bebamos hasta el amanecer,

hasta que desconozcamos nuestro nombre

y pueda amarte de nuevo sin quererte.

 

 

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Cuatro huesos

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Vomitó, y lo hizo con ganas, como provocándose, hasta que notó que la bilis quedaba atragantada en su garganta. Luego lloró, desconsoladamente, como diría su padre, como una niña a la que se le quita la muñequita. Menudo era su padre, con esa voz grave y ese tono alto, autoritario, como pretendiendo comerse el mundo, y ahora, ya no quedaba nada de aquel hombre, si podía llamársele de esa manera. Lo miraba y no le parecía su padre, era un pellejo, cuatro huesos depositados sobre una cama. Lo había odiado tanto, pero ahora sentía que no le quedaba odio, ni siquiera le quedaban lágrimas. Las había agotado en el camino de ida al hospital. Sintió vacío. Mucho vacío. Un hueco en el estómago, como si un ácido le corroyese por dentro.

   Se acercó una enfermera. Una mujer de unos cuarenta años, alta, delgada, de pelo castaño y ojos grandes, de un color opaco, como tristes.

   —No murió de Covid, no fue coronavirus. Le hemos hecho la prueba. Fue un desgraciado accidente. Resbaló en la residencia y cayó, con tal mala suerte que se rompió la base del cráneo.

    No sabía por qué iba a consolarle más que fuera un accidente. Había muerto su padre y, lo que era más desgarrador, sin llegar a quererle nunca.

   La enfermera siguió hablando hasta que entendió que él no estaba, allí, en la conversación.

   —Lo siento mucho, comprendo lo que está pasando. Ahora lo llevarán al depósito hasta que lleguen los de la funeraria. Lo siento.

    —Gracias. Hablaré con la funeraria entonces.

    Entraron dos hombres que, con gran delicadeza, emprendieron el traslado del cadáver a la morgue. La cama quedó vacía. La observó un instante. El mal es como un agujero, la nada, la ausencia.

    Una amarga sensación de regresión hacia su pasado inundó su mente. Se veía, con su pequeño cuerpo, lleno de golpes, por el pasillo, sin encontrar refugio donde acurrucarse y esperar que todo pasase. “A este niño lo enderezo yo —decía su padre, con ojos de poseso y mano abierta. “Déjale ya” —, gritaba su madre. Y él enfurecía todavía más, la apartaba, discutían, siempre gritaba, siempre rompía algo, siempre la rabia atada a su ser y su pensamiento, la rabia que descargaba sobre él y sobre su madre. Esa rabia, la que le dejó tan pegada, durante años, a una sensación intensa de impotencia, ahora eran cuatro huesos. Era la nada. La mirada hueca. La ausencia de alma.

   Salió del hospital con la cara tan desencajada que asombró a su buena amiga Laura, quien le esperaba en la puerta.

   —Te dije que no debías de ir. Que se encargase la funeraria. Te hace daño incluso aunque esté muerto.

  —Tenía que asumir este trance, Laura. Si no lo hubiera hecho yo, hubiera venido mi madre y eso tenía que evitarlo. Ya bastante pasó.

   Laura apretó su mano—. ¿Qué has sentido, Jorge?

   —Nada. Justamente eso, nada. No había nada en aquella habitación. Era eso, él no tenía alma.

Inspiración

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Pudiera ser la pluma pasajera

la que traiga los aires de otros tiempos,

aquel apresto de la vez primera,

marcando rima y aplomo en la manera,

para decirte, de nuevo, que te espera.

 

Pudiera ser la pluma más ligera,

que te acaricie como un soplo de viento,

en este, aquel, lenguaje que volviera

como verso en lucera pionera

mientras el sol alimenta la madera.

 

Podrá, tal vez, quizá, quisiera…

escribirte de nuevo, hacerte rostro,

beso, sonrisa, abrazo, primavera

alimento, sentido y escalera

hacia el sol de esos ojos que venera

toda pluma suave y pasajera.

Es el hada, la musa del poema,

la palabra, la bruma y torrentera.

Vendrá, tal vez, quizá, quisiera…

 

 

 

Ráfagas

Por mucho que se oscurecían

los rincones de la casa,

ella, de rodillas, los limpiaba

una y otra vez,

llenándolos de luz.

 

Lástima que él,

no tuviera ojos para verla,

ahogado en un mar de cervezas,

irreconocible ante el espejo.

 

Ella seguía limpiando,

desenredando,

callando.

 

De súbito,

se abrieron las ventanas.

Ya terminó el tiempo de la oscuridad.

 

Y no hubo rincones, ni enredos,

ni labios a medias,

ni ausencias,

ni mujer ahogada

ni un sueño.

 

Solo la luz,

reinando,

con sus ráfagas delicadas

y una mujer viajante,

guiada por las estrellas,

dueña de su propia vida