La corona de Alba

Roberto Pérez era un hombre de mediana edad,  soltero, sin muchos amigos y una vida plagada de rutinas. A las 6 de la mañana, diariamente, sonaba su despertador. Roberto tenía siempre a mano una palangana con agua. No podía levantarse hasta que lavase cuidadosamente sus manos y los ojos. Si lo hacía, pensaba que su día sería funesto. Tras ello, peinaba su escaso pelo de forma que disimulaba sus ya grandes entradas.  Aquel día, un domingo de mayo, prometía ser soleado y apacible. Tras lavarse las manos cuidadosamente, Roberto se levanto con una sensación de incertidumbre. Sentía que algo iba mal, pero por mucho que repasaba sus rutinas diarias no encontraba fallo alguno en su día anterior.

Un fuerte ruido le llevó a mirar por la ventana. Era Marciano Angulo, el vecino excéntrico de la casa adosada de enfrente, que estaba dando insolentes golpes con un martillo. Son las 6 de la mañana, pensó, y ese individuo no deja de molestar con sus ruidos. Marciano salió al patio y observando a Roberto en la ventana le increpó:

—¡Buenos días vecino! No pongas esa cara, este sol de mayo aclarará tu denso cabello y quizá tengas suerte y te regale un prolongado mechón sobre esas entradillas.

—No creo que sean horas de despertar a todo el vecindario con martillazos. En cuanto a mi pelo, yo no te he pedido opinión alguna.

—Quien se pica, ajos come—contestó Roberto, comenzando a reírse a carcajadas—.Acércate, que le invito a desayunar y te enseño por qué eres la causa de mis ruidos.

—¿Yo, la causa?¡Venga ya! Tengo otras cosas mejor qué hacer que escuchar tus tonterías.

—Venga, hombre, no te enfades. Te invito a desayunar.

Marciano Angulo era la comidilla del vecindario. Sus poco convencionales costumbres eran objeto de todo tipo de comentarios. Dormía con las luces encendidas y no respetaba las horas de descanso, ofreciendo a los vecinos un molesto concierto privado de martilleos y zumbidos de una sierra eléctrica. Si alguien se quejaba, eso sí, cesaba de hacerlo, no faltaría más, pero ello no impedía que otro día, a deshora, volviese a sus andadas. Además de quejarse de su insolencia, los vecinos especulaban sobre lo que estaba haciendo Marciano. Unos decían que construía ataúdes para la funeraria de la Calle Ancha, ya que una noche lo vieron sacar lo que parecía un ataúd, envuelto en una sábana gris y entregarlo al encargado de la funeraria. Otros que era un perturbado que fabricaba artefactos para contactar con seres de otros planetas.

Roberto aceptó la invitación a desayunar, sobreponiéndose al rechazo que le generaba Marciano, para ver de propia mano qué era lo que estaba haciendo. Cuando Marciano le abrió la puerta, lo que vio no era ni unos ataúdes ni artefactos insólitos, sino una miniatura detallada y perfecta de la urbanización, cada casa, cada jardín, cada calle y farolas.

—Es mi forma de recordar. Cada pieza, cada detalle, representa un recuerdo, una historia, una vida con la que he tenido el placer de cruzarme —explicó Marciano.

Roberto observó todos los detalles de su casa. La ventana de su cuarto estaba abierta y podía observarse la palangana de agua y un reloj al fondo marcando las 6 de la mañana.

—¿Cómo lo sabes? —Preguntó Roberto.

—Soy muy observador, amigo—contestó Marciano.

Durante el desayuno Marciano le propuso una idea bastante loca. Le sugirió que intercambiasen sus vidas. Él iría a la oficina, se levantaría a las 6 y tendría al lado de la cama la palangana de agua. Roberto viviría en la suya y su trabajo consistiría dar color a la maqueta, cuanto más realista, mejor, precisaba Marciano.

—Me parece la idea más loca que jamás nadie me había dicho. No se pueden cambiar las vidas.

—Si no quieres voluntariamente, lo tendrás que hacer de forma involuntaria—sentenció Roberto.

—¡Qué tonterías dices! Me voy que tengo prisa.

—Claro Roberto, claro, es domingo y tú tienes prisa.

Roberto se marchó apresuradamente y se introdujo en su casa, cerrando la puerta con la llave. Sintió temor, ese Marciano, estaba realmente loco.

Sin embargo, ese día ya todo fue distinto para Roberto. Comenzó a soñar con la maqueta, pinceles y colores variados. Veía sus propias manos pintando cada detalle de su casa. A las tres de la mañana, no podía dormir. Se dirigió a la casa de Marciano y llamó al timbre.

—Te estaba esperando— le dijo—Ya tengo preparados tus pinceles y la pintura necesaria.

Roberto se resignó. Había algo que le había traído allí. Por lo que comenzó a pintar las miniaturas. Se encontraba feliz.

—Venga, venga— le increpó Marciano—.Ya basta de pinturitas. Estás aquí por una cosa más seria.

—¿Más seria? — pregunto Roberto.

Marciano le guio hasta el sótano de la casa. Lo que encontró en ese lugar, era más extraordinario que cualquier cosa que hubieran imaginado los vecinos. Era como un laboratorio de juegos, con pantallas, gafas virtuales, pero además repleto de artefactos extraños y mapas estelares. En el centro, un cono de cristal que emanaba luces, que parecían de neón.

—Es mi proyecto más ambicioso— explicó Marciano —.Una máquina de experiencias. Te permite vivir momentos de otras vidas, en otros tiempos y lugares.

 Marciano introdujo de un empujón a Roberto en el cono, y después lo hizo él, cerrando la puerta.

—¿Qué haces? ¡déjame salir!

—No hay tiempo para tonterías, Roberto. No podemos permitirlo.

—¿Permitir qué? Eres un viejo loco. Déjame ir, Marciano – dijo Roberto nervioso.

Sin embargo no le dio tiempo a reaccionar. Un torbellino de luces y sonidos los envolvió, y en un instante, se encontraron en la Italia del siglo XV. Una secta de asesinos, ataviados de túnicas negras y dagas amenazantes, conocida como “La oda oculta”, les perseguía.

Roberto entendió en ese instante cuál era su misión. Debía dirigirse a la morada de un viejo alquimista llamado Pietro. Conocía de forma sorprendente dónde se ubicaba y que tenía que salvar unos viejos libros.

Al llegar a la casa del alquimista, Roberto y Marciano encontraron la puerta entreabierta. Dentro, el alquimista estaba inmerso en sus estudios, ajeno al peligro que se cernía sobre él.

—Maestro, debéis esconderos. Vuestra vida corre peligro —advirtió Roberto, mientras Marciano buscaba un lugar seguro para los grimorios.

El alquimista, un hombre de edad avanzada con ojos que destellaban inteligencia, asintió y les siguió a un escondite secreto detrás de una estantería. No pasó mucho tiempo antes de que los asesinos llegaran.

Cuando los asesinos se disponían a abrir la estantería donde se encontraba escondido el alquimista, Marciano lanzó una serie de bombas de humo, llenando la habitación de una niebla espesa. En el caos, Roberto y Marciano desorientaron a los asesinos con una combinación de astucia y habilidad, haciéndoles creer que la vivienda se estaba incendiando. Los asesinos huyeron, temiendo quemarse y perder su vida.

 El alquimista, agradecido, les reveló que los libros contenían secretos que podrían cambiar el curso de la historia. Cada libro tenía las tapas de color diferente, uno era de color azul y relataba parajes fantasiosos y los trucos para evadirse de sus peligros. Uno hablaba de un bosque de ilusiones donde unos seres pequeños y traviesos, como duendes, pero maléficos, generaban ilusiones para atraparte. El otro libro era verde, hablaba del tiempo futuro y estaba dedicado a una joven llamada Alba, la reina de la luz. El otro era de color ocre y contenía una nota que decía: “A los guardianes del tiempo, Marciano y Roberto, mi eterno agradecimiento».

Roberto y Marciano se despidieron del Alquimista y regresaron a su tiempo. No contaron a nadie lo sucedido. Sin embargo, solo paso una semana, cuando se vieron sorprendidos por un presentimiento de peligro. Roberto aun no estaba recuperado de todos estos acontecimientos y Marciano permanecía absorto en su maqueta. A través de las gafas virtuales pudieron ver como desgraciadamente el alquimista había fallecido horas después a manos de los asesinos y los grimorios habían caído en manos de su heredero, su sobrino Doménico, pendenciero, aficionado al vino y los juegos de azar.

Sin pensarlo volvieron a introducirse en el cono. Tenían que evitar que los grimorios pasaran a malas manos. Algo falló, o eso parecía, pues en lugar de aparecer en casa del alquimista, lo hicieron en una montaña de escasa vegetación. Acto seguido hicieron presencia unos seres, parecían humanos, pero su piel era como transparente, refractando la luz del atardecer. Estos seres portaban los tres libros.

—Los grimorios, y especialmente el azul, debe ser custodiado por aquellos que respeten su poder y comprendan su verdadero valor— les dijo uno de aquellos seres, extendiendo su mano hacia Marciano y Roberto—.Vosotros habéis demostrado ser dignos.

Sin tiempo para asimilar la magnitud de lo que estaba sucediendo, Marciano y Roberto aceptaron el encargo.

—Debéis partir ahora — les instó otro de ellos—. El grimorio ocre os guiará, pero el camino no estará exento de peligros.

Con los libros en sus manos, Marciano y Roberto se embarcaron en una aventura que los llevaría a través de bosques encantados y ciudades olvidadas. No podían regresar a través de su cono. Los libros parecían tener voluntad propia, guiándolos hacia lugares donde el tejido de la realidad era más delgado, donde lo imposible se hacía posible. En su viaje, se encontraron con criaturas de leyenda: dragones que custodiaban puentes, hadas que danzaban en los claros de luna y sabios eremitas que hablaban en acertijos. Y no todos los encuentros eran amistosos. Seres oscuros, atraídos por el poder del grimorio, acechaban en las sombras, esperando su oportunidad para arrebatarles los libros. Marciano y Roberto tuvieron que luchar, no con la espada, sino con la astucia y la fuerza de su convicción.

Finalmente, tras innumerables peripecias, llegaron a un santuario antiguo, un lugar de poder donde los libros estarían seguros. Allí, se encontraron con una bella dama que creó un sello mágico para protegerlos de aquellos que buscaran explotar su poder. Roberto y Marciano creían que esa bella dama era la destinataria de los libros. Sin embargo, no era así, ella les indicó que los libros estaban destinados a una niña, llamada Alba.

—Es verdad—dijo Marciano.

—El libro verde está dedicado a Alba, la reina de la luz— añadió Marciano.

Roberto y Marciano deberían buscar a esa niña, destinada a ser la mayor guerrera de la luz en la tierra. Los grimorios, que contenían secretos de gran poder y sabiduría, debían ser entregados a Alba, quien tenía el poder de impedir una guerra que amenazaba con devastar la humanidad.

Guiados por antiguas profecías y los susurros del viento, llegaron a un pequeño pueblo. Allí, en una humilde casa de piedra, a las afueras, encontraron a Alba, una niña con ojos tan claros como el amanecer y una presencia que irradiaba una calma inusual.

Marciano y Roberto se presentaron ante la niña y su familia, explicando la importancia de la misión que les había sido encomendada. Al principio, los padres de Alba estaban escépticos, pero la niña, con una sabiduría que iba más allá de sus años, aceptó el grimorio con manos temblorosas pero firmes.

—Lo protegeré y aprenderé de él — prometió Alba —. Y haré todo lo posible para mantener la paz.

Con el grimorio en sus manos, Alba comenzó a entrenar bajo la tutela de Marciano y Roberto. Cada día que pasaba, su destreza y su comprensión del mundo crecían exponencialmente. La guerra, sin embargo, parecía inminente. Oscuros ejércitos se movilizaban en las fronteras de los países y la tensión se palpaba en el aire. Alba sabía que para impedir una batalla física y la muerte de inocentes debería lidiar una batalla espiritual, contra los poderes oscuros que enfrentan a los hombres.

Marciano había construido para la joven Alba una corona de un extraño metal. Cambiaba de color y de consistencia según el lugar donde se encontraba.

—No te dejaremos hacer sola este camino. Iremos contigo— le dijeron ambos a la vez.

—No quisiera enfrentaros a peligros—les contestó Alba.

Marciano y Roberto no atendieron a razones y los tres partieron hacia el lugar donde se esconde la más cruel oscuridad. Una vez dentro del cono de experiencias unieron sus manos, sintiendo como la fuerza de los seres lumínicos los acompañaba.

En un instante se vieron en un bosque. Su sendero era sinuoso pero parecía apacible. Los árboles frutales estaban rebosantes y había numerosos manantiales de agua fresca y pura. Roberto se vio atraído por el agradable aroma de un naranjo y se dirigió hacia el con el objeto de probar una de sus apetitosas naranjas.

—Ni se te ocurra—dijo Alba—es un espejismo.

Pero fue demasiado tarde. Roberto acabó envuelto en una maraña de extraños insectos de color oscuro. Alba tuvo que hacer uso del grimorio azul para rescatarlo.

—Este es el bosque de las ilusiones—aquí lo explica—. Parece mentira, Roberto, ¡como si nunca hubieses leído los libros! Está habitado por espíritus traviesos que crean ilusiones para confundir. No hay que desviarse de la senda.

 El camino terminaba al borde de un río. Marciano, quien tenía mucha sed, corrió hacia él.

—Detente—dijo Alba—. Es el río de lágrimas. El río doliente de la guerra. Debemos cruzarlo con respeto. Comprendiendo su dolor.

Marciano, Roberto y la joven atravesaron el río, contagiándose del dolor de los inocentes, haciéndose parte del mismo, acariciando sus vidas rotas, deseando su paz.

El río los llevó a un desierto, donde vagaban espectros de los caídos en batallas antiguas, que contaban sus pesares y dolores de la guerra. No era agradable su presencia, pues su alma estaba rota en pedazos. Alba, sin embargo, los acariciaba e iba recomponiendo con cariño sus trozos, los cuales se pegaban de forma milagrosa. Pronto tuvieron un ejército a su lado, que los acompañó en su viaje hacia una oscura gruta, ya casi al borde del mar.

—Aquí sí debo pasar yo sola—dijo la joven.

El ejército respetó las palabras de Alba, permaneciendo de pie, ante la entrada, viendo como se introducía. Marciano y Roberto quisieron entrar tras ella, pero el ejército se lo impidió.

—Debe entrar sola. Ella lo dijo—les advirtió uno de los soldados.

Nadie supo lo que pasó en aquella gruta. Alba nunca quiso contarlo. Solo dijo que había visto un gran dragón y una serpiente voladora y que nada es imposible si confías.

La tensión se calmó. Muchos líderes mundiales apaciguaron sus envites. Alba parece una joven cualquiera, pero tiene una corona de un extraño metal que irradia colores y una misión que nos revelará cuando estemos preparados.

Elena

Esa boina morada que tú portas

y el cabello azabache que se asoma

que ni el viento de abril su rizo doma

a todas las miradas deja absortas

Como el color que ciñe tu cintura

y que tu esbelto talle así lo ensalza

lleva el añil del mar que en ti perdura

y el rojo que en tus labios se realza.

Estás bella, amiga, más que bella

rebosante de la vida que rebrota

y en tus ojos habita y abarrota.

esa amistad de antiguo que nos sella.

Llevas una corona de princesa

las manos de una madre tejedora

de sueños y palabras al oído.

Los tonos de magia que atraviesa

esa mujer valiente y hacedora

de justicia y aplomo comedido.

Esa mujer sencilla y complicada

a la que admiro y me tiene como amiga

es en realidad como una hermana

tan pura como el mar, reconciliada

con toda la verdad que al sol abriga,

la que con su palabra todo sana.

Adelante

Niebla.

Sobre los sentimientos apagados,

tan dolientes, en el entierro del amor.

Enciendo la vela fúnebre del tiempo

y quizá rezo, por no poder llorar,

quien más ama se culpa la derrota

por no resistirse en este envite

en el que me pides sangre más que besos.

Una ventana asoma al cuarto

y el cuerpo herido teme levantarse.

Una sábana empapada de carmín-

Ayer olvidé desmaquillarme-

guarda trozos de mi y me pide tregua.

El viento llama a los cristales silencioso.

Estoy lejos de mí. Mi piel ausente

no sabe de caricias teloneras

del fúnebre festejo del adiós.

Hace tiempo que huyó. No siento el tacto

ni enardece mi fuego apasionado.

Me he perdido en los versos de aquel poema

que nunca leíste, recuerdas,

y en el que pedía tu ayuda sin saberlo.

Si pudiera traer a mi vista el mar de invierno

fundirme en su oleaje intenso,

quizá limpiaría mis ojos embarrados

de tanto vivirte sin vivirme.

Esa marea viva en la resaca

que arrastra los restos del naufragio

 del ruinoso buque en el que ahogan

las lágrimas sus pétalos oscuros.

Niebla.

Para mayor confusión de mi mirada.

Mi madre siempre dijo, el brillo de los ojos

no tiene simpatía a los cobardes. Adelante

la vida siempre es bella, aunque la rosa

desagüe por el sumidero ese perfume

que se resiste al olvido y al silencio.

Adelante. La niebla es solo un espejismo

si somos capaces de querernos

a nosotros mismos.

El festín de los muertos

Alejandro siempre había sido escéptico y crítico con los fenómenos paranormales. No creía en fantasmas, ni en adivinos, ni en médiums. Siempre decía que solo las mentes débiles se sugestionan. Por eso, cuando su novia le regaló una sesión con una médium por su cumpleaños, se sintió realmente molesto.

– Sabes que todo esto me desagrada – dijo Alejandro al conocer su regalo.

– Una sorpresa, algo que no esperabas – indicó su novia con una sonrisa -. Sé que no crees en estas cosas, pero pensé que podría ser divertido y diferente. La médium se llama Lucía y dicen que es muy buena. Puede conectarse con los espíritus de tus seres queridos que ya no están.

– ¿Y para qué quiero yo eso? – replicó Alejandro con sarcasmo -.  ¿Para qué me echen la bronca por no haber llegado al funeral de mi tía abuela Mary? Para eso ya está mi madre.

– Vamos, no seas así – insistió su novia -. No tienes que tomártelo en serio. Solo es una experiencia. Además, quizás te sorprendas y descubras cosas que no sabías. ¿No te gustaría saber más sobre tu familia, por ejemplo?

– No, la verdad es que no – contestó Alejandro -. Mi abuela me contó que mi bisabuelo discutió con todos sus hermanos por una herencia y se dejaron de hablar. Cuando estaba muy grave, ella los llamó uno por uno pidiéndole que vinieran a visitarle, que su padre solo pedía verlos aunque fuera un minuto antes de morir. No acudió ninguno. No quiero saber nada de ellos.

– Bueno, pues entonces piensa que es un juego – propuso su novia -. Un juego de misterio, de intriga, de suspense. ¿No te gustan esas cosas?

– Sí, pero prefiero las películas o los libros – dijo Alejandro -. Esto me parece una tontería y una pérdida de tiempo. Y de dinero, porque seguro que la médium no es barata.

– No te preocupes por el dinero – dijo su novia -. Yo lo he pagado todo. Creo que valdrá la pena. Lucía tiene muy buenas referencias. Ha salido en la tele, en la radio, en las revistas. Tiene mucha demanda. De hecho, tuve que reservar con meses de antelación. Así que no me vengas ahora con que no quieres ir. Ya está todo arreglado. La sesión es mañana por la tarde. Te espero a las cinco en su consulta. Y por favor, sé educado y respetuoso. No quiero que la ofendas ni que la hagas sentir incómoda.

– Está bien, está bien – cedió Alejandro -. Iré, pero solo por complacerte. Pero te advierto que no me voy a creer nada de lo que diga. Y si me aburro o me canso, me voy. ¿De acuerdo?

– De acuerdo – dijo su novia, dándole un beso -. Te quiero, mi escéptico favorito.

Al día siguiente, Alejandro se presentó en la consulta de Lucía, una casa antigua y sombría en el centro de la ciudad. Su novia le estaba esperando en la puerta, con una expresión de ilusión y nerviosismo.

– Hola, cariño – le saludó -. ¿Estás listo?

– Sí, supongo – dijo Alejandro, sin mucho entusiasmo -. Vamos a ver qué nos cuenta esta señora.

– Ven, te presento – dijo su novia, cogiéndole de la mano y entrando en la casa.

La médium les recibió en el salón, donde había una mesa redonda con un mantel azul celeste bastante arrugado, unas velas y unos inciensos. Lucía era una mujer de unos cincuenta años, delgada, con el pelo negro recogido en un moño, ojos oscuros y penetrantes. A Alejandro le sorprendió su vestimenta poco extravagante. Esperaba que fuera una mujer con el pelo verde y túnica de terciopelo. Pero nada de eso, ella llevaba una bata de lunares blancos y negros, con un cinturón rojo marcando su cintura y unos mocasines rojos.

– Bienvenidos. Soy Lucía. Me alegro de que hayan venido. Estoy segura de que esta sesión será muy especial para ustedes. ¿Son pareja, verdad?

– Sí, somos novios – contestó la novia de Alejandro -. Yo me llamo Laura y él se llama Alejandro.

– Encantada de conocerlos – dijo Lucía con una voz grave -. Siéntense, por favor. ¿Han venido alguna vez a una sesión de mediumnidad?

– No, nunca – dijo Laura -. Es la primera vez. Estoy muy emocionada.

– Y yo muy aburrido – pensó Alejandro, pero no lo dijo en voz alta.

– Bueno, pues les explico cómo funciona. Yo tengo el don de comunicarme con los espíritus de las personas que han fallecido. A través de una meditación puedo ver sus rostros, escuchar sus voces y transmitirles sus mensajes. Ustedes pueden hacerles preguntas, si quieren, o simplemente escuchar lo que tienen que decirles. ¿Hay algún espíritu en particular con el que quieran contactar?

– Pues la verdad es que no – dijo Laura -. No se me ocurre nadie. ¿Y a ti, Alejandro?

– A mí tampoco – contestó Alejandro -. No tengo ningún interés en hablar con los muertos. Prefiero a los vivos.

– Bueno, no pasa nada- afirmo Lucía con una voz más dulce, tanto que parecía impostada-. Los espíritus se presentan solos cuando quieren comunicarse. A veces son familiares, amigos, conocidos, o incluso desconocidos. Lo importante es estar abiertos y receptivos a lo que nos quieran decir. ¿Están preparados?

– Sí, claro – dijo Laura, asintiendo con la cabeza.

– No, pero bueno, yo solo estoy aquí por Laura – explicó Alejandro, encogiéndose de hombros.

Lucía apagó las luces, encendió las velas y los inciensos, puso sus manos sobre el mantel celeste y comenzó a observarlas fijamente. Alejandro y Laura la miraron con expectación, aunque con distinto grado de credulidad.

– Veo una luz – dijo Lucía, cerrando los ojos -. Una luz blanca y brillante. Es un espíritu que quiere comunicarse con nosotros. ¿Quién eres? ¿Qué quieres decirnos?

– ¿Qué es lo que ve? – preguntó Laura, ansiosa.

– Veo un rostro – aclaró Lucía, abriendo los ojos -. Un rostro de hombre. Es mayor, tiene el pelo canoso y la barba larga. Lleva una túnica blanca y un sombrero de ala ancha. Tiene una expresión seria y severa. Me mira fijamente y me habla. Dice que es hermano del bisabuelo de Alejandro. Que se llama Fernando. Que fue un gran mago y alquimista. Que tiene un mensaje muy importante para Alejandro. Que le escuche con atención, porque es su última oportunidad de salvarse.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, sorprendido y confundido -. ¿ Fernando? ¿Mago y alquimista? ¿De qué está hablando? En mi familia, según creo, nadie se llamó Fernando, ni hubo ningún mago. Si dice ser hermano de mi bisabuelo será un demonio. Esto es una broma, ¿verdad?

– No, no es ninguna broma – dijo Lucía, con seriedad -. Es la verdad. El espíritu de su antepasado Fernando está aquí, en esta sala, y quiere hablar. ¿No lo siente? ¿No lo ve?

– No, no lo siento ni lo veo – contestó Alejandro, enfadado -. Yo lo único que siento es que me está tomando el pelo. Esto es una farsa, ¿verdad? Usted y mi novia me han tendido una trampa. ¿Para qué? ¿Para reírse de mí? ¿Dónde está la cámara? Es una broma, una cámara oculta, ¿no?

– No, no es ninguna broma – dijo Laura, con preocupación -. No hay ninguna cámara oculta. Te lo juro.

– Pues entonces, Lucía es una mentirosa – afirmó Alejandro -. Una mentirosa y una estafadora. Que se inventa historias para engañar a la gente y sacarles el dinero. ¿Cuánto le paga mi novia por este numerito? ¿O cuánto me va a intentar sacar a mí por esta farsa?

– No soy una mentirosa ni una estafadora – dijo Lucía, con indignación -. Soy una médium auténtica y respetable. No me invento nada. Solo transmito lo que los espíritus me dicen. Y el espíritu de Fernando está muy enfadado. Dice que usted, Alejandro, es un incrédulo, un ignorante, un irrespetuoso. Que usted no sabe nada de su pasado, de su sangre, ni de su destino. Ha desperdiciado su vida y ofendido a su familia. Les ha deshonrado y ha provocado su ira y su maldición. Que ya no hay vuelta atrás. Esta noche se presentará en su casa, vestido con su túnica, y le hará pagar por tus errores. Sufrirá las consecuencias de su desdén y caerá sobre usted la desgracia.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, asustado y confuso -. ¿Me está amenazando? Esto no es normal, no lo puedo consentir. ¿Qué desgracia ni qué maldición va a caer sobre mí? Esto es impresentable.

– No lo sé – respondió Lucía, con frialdad -. No me lo ha dicho. Solo me ha dicho que se lo dirá él mismo cuando le visite esta noche. Que usted es un soberbio incrédulo.

– Y usted es una loca – dijo Alejandro, muy enojado -. Esto es una farsa indecente. Vámonos de aquí, Laura. Vámonos ya. No me gusta esta casa ni esta mujer.

Alejandro se levantó de la silla, cogió a Laura del brazo y salió corriendo de la casa. Lucía los siguió con la mirada, con una sonrisa maliciosa.

– Adiós, Alejandro – dijo Lucía, en voz baja -. Nos vemos esta noche. Fernando te espera. Y no viene solo. Viene con todos los que te han precedido, los que te han querido, pero también los que te han odiado, con todos los que te han creado y los que tú has sido.

Esa noche, Alejandro tardó en quedarse dormido. Era una locura, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de su supuesto antepasado Fernando, el mago y alquimista, vestido con una túnica, visitándolo en su casa. Y mientras daba vueltas y vueltas en su cama, escuchó un fuerte ruido en el salón, como si algo se hubiese caído. Alejandro encendió la luz y miró el reloj. Eran las tres de la mañana. Era todo muy extraño. Se oían pasos rápidos y agitados, voces, risas, aplausos. Y música. Parecía una fiesta.

Alejandro se asomó a la puerta del salón, con curiosidad y temor. Lo que vio le dejó sin aliento. Estaba lleno de gente. De gente extraña. De gente antigua. De gente familiar. De gente muerta. Allí estaban sus abuelos, sus bisabuelos, sus tatarabuelos, y así sucesivamente, hasta perderse en el tiempo. Todos vestidos con ropas de época, de diferentes estilos y colores. Todos sonrientes, alegres, divertidos, bailando y cantando alrededor de un hombre con túnica blanca y sombrero de ala ancha. Era él, el mago y alquimista, el que se había presentado a la médium. Alto, de complexión fuerte, con el pelo canoso y la barba larga. Tenía una expresión seria y severa, pero también bondadosa y sabia.

– Hola, Alejandro – le dijo el espíritu, con una voz grave y profunda -. Soy Fernando. El mago y alquimista. El que te ha traído aquí.

– Hola, Fernando – contestó Alejandro, con una voz temblorosa y débil -. Perdón si te he ofendido esta tarde.

– No tienes que pedirme perdón, Alejandro – sonrió el espíritu -. No me has hecho nada malo. Solo has sido un poco incrédulo. Pero eso no es culpa tuya. Es culpa de tu educación. De tu época. De un mundo que ha rechazado el misterio.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó Alejandro, con curiosidad y confusión

– Quiero decir que hay otra realidad, Alejandro – aseveró el espíritu, con seriedad y pasión -. Una realidad que no ves, pero que existe. Tú no la aceptas ni la buscas, pero te afecta y te encuentra.

– ¿Qué realidad es esa? – preguntó Alejandro, con asombro.

– La realidad de la magia, Alejandro – dijo el espíritu Fernando, con orgullo y emoción-. La realidad de la alquimia,  del conocimiento y el amor. Una realidad que es de todos, mía, tuya y nuestra.

– ¿Nuestra? – dudó Alejandro.

– Sí, nuestra – dijo el espíritu, con cariño y ternura -. Nuestra, porque somos familia. Nuestra, porque somos sangre. Somos destino y somos uno. Has crecido creyendo que la familia se rompió, que como no nos hablamos estando vivos, por ser unos egoistas y estúpidos, todo lazo de sangre quedó contaminado. Y eso no es así, cuando se transciende, todos volvemos a ser hermanos. Todos nos comprendemos y nos amamos. No hay nada que lamentar, ni que llorar, ni que perdonar. Somos uno, Alejandro.

– ¿Somos? – preguntó Alejandro, con miedo y esperanza.

– Sí, somos – dijo Fernando, con alegría -. Somos lo que fuimos, lo que tú eres, y lo que seremos a través de tus descendientes.

 Fernando abrazó a Alejandro, y le dio un beso en la frente. Alejandro pudo sentir el tacto de la piel del espíritu, como si fuera de una persona real. Percibió su calor y se sintió libre, mago, alquimista, se sintió él y todos.

 Empapado de sudor, con las sábanas prácticamente mojadas, Alejandro se despertó sobresaltado. Eran las cuatro de la madrugada. Fue solo un sueño, pensó. Nunca hubo un antepasado llamado Fernando, mago y alquimista. Sin embargo, ese sueño, como reacción a las palabras casi amenazantes de aquella mujer que decía ser médium, cambió su forma de ver las cosas. Había mucha sabiduría en el espíritu Fernando, fuera o no real. Y a partir de dicho día abandonó el rencor con el que había crecido. Había días que, incluso, dudaba que hubiera sido un sueño. Al fin y al cabo los muertos no tienen por qué conservar su nombre ni su forma, quizá fueron antes muchas personas diferentes. La médium era una farsante, pero sus palabras abrieron sus ojos y el corazón. Quizá lo que percibimos como real es relativo y  las discordias pasadas, por qué no, se pueden borrar de un plumazo si uno recuerda a los suyos con los ojos del amor. Al fin y al cabo todos eran él y él era todos.

Días inhóspitos

Hay días de fuego interno en los que la peor batalla la hemos de lidiar entre nosotros.

DÍAS INHÓSPITOS

Hay días que parecen una pausa,

en «stand by», un ya volveré

cayéndose las sílabas

sobre las esquinas de la puerta

cerradura echada, llaves puestas

reclamando una taza de café descafeinado

para recomponer nuestra memoria.

Hay días que terminan detenidos

en la jaula de las emociones

y son cerrojo amargo, golpe en seco

sobre las nubes que destronan

los barrotes que nos desdibujan

y a menudo nos vuelven invisibles.

Hay días que se aparcan

exprimidos

en abruptas razones de la mente.

Flores

  Un mensaje anónimo

  corretea en los espacios en blanco de mi agenda

  y me pregunta, qué se puede aprender de una flor.

  La flor florece sin temer que un día se marchite

  sin anclarse a la imagen de sus pétalos, cayendo,

  sobre la hierba de invierno.

  Ella sabe que es peor no florecer.

  Esconderse en el tallo de la planta, en el proyecto que no fue.

  Por eso florece libremente, generosa. Ella es el fruto

  para venideras floraciones. 

Quiero

            Quiero momentos pequeños

             en los que aparcar el tiempo

             en el regazo de las olas.

             Pero mentiría si dijera

             que las cosas pequeñas son las únicas

              que mueven mis sentidos.

             Quiero momentos grandes, rompeolas,

             el viento que al reloj pone de vuelta

             desgobernando los minutos.

            Quiero aquellos sencillos gestos

            que hacen apacible mi regreso

             y adornan el mensaje de futuro

             con un bosque de besos.

             Pero mentiría si dijera que me basta

             con una ruta de pequeños pasos

             o el débil sonido del café caliente.

              Quiero saltar la ventana de los días

              y empaparme del agua de la lluvia

              la huella del fractal que nos conecte

              quebrando las fronteras.

              Quiero, sin duda, demasiado…

              aunque confieso

              que como todas

               me aferro a los buenos momentos

               y sueño….

Una historia perdida

Hay una historia perdida

en algún sitio

que habla de fantásticas leyendas

y aspira a tomar cuerpo

en cualquier libro

como una mano invisible

de inmortal escriba

que teje estrofas, besos

cual sonidos

que anidan la cintura de tus ojos.

No hay lágrima que escape al año nuevo

y sin embargo,

aunque no lo parezca

los rayos de luz iluminan las hojas

del árbol que en el patio resucita

pese al viento fiero y a la escarcha.

Ningún corazón desfallece tanto

que no tenga reservas de esperanza.

Hay una historia pérdida

que está esperando tus abrazos.

¿Con quién caminas?

Te asombras cuando te pregunto

con quién caminas.

 Lo haces solo, respondes.

Te gusta recorrer las calles en silencio

observando el bullicio, la otra gente

que conversa o discute, que se ríe

o aquella que llora desde dentro.

Me dices que soy extraña cuando insisto,

entonces, si tú eres aquel que conversa, que discute

que se ríe y que llora desde dentro.

Aquel que imagina que camina solo.

La mirada es propia de tus ojos, tan propia, que no sabes con quién caminas

Incendios

En mi mente hay incendios

de llamas silenciadas.

Llevo tanto tiempo anclada en ese no decir

que ya todo minuto es corrosivo.

Y ese fuego invisible,

pero tan certero,

resucita ante mis ojos las heridas

y me son todavía dolorosas.

Mi yo sumergido me resulta impropio

y me persuade, por qué no disociarse

para no retarse, por qué no contemplarse

simplemente, en todas las grietas propias.

Abandonarse en el tablero del náufrago

al que solo queda confiar su resistencia al oleaje.

Pero tú siempre estás ahí, y me despiertas

del trepidar inconsciente de quien ya no cree

que llegará el deshielo a estos oscuros bosques

y me elevas hacia la copa de los árboles.

Soy consciente de ese tacto que no siento,

de ese sonido que no escucho.

Tus manos habitan mundos iridiscentes y fugaces.

Me recojo en la proximidad de tu color.

Me quedaría en ese paraje púrpura,

o en los azules serenos de tu mar,

en la explosiva complejidad de tus rojizos.

Fuera de mí todo parece más comprensible.

Más debo regresarme.

El sol festeja su nacimiento.

Todavía hay rescoldos

de mi abrupto incendio.