
Quién pudiera,
sumergirse en los sueños infantiles
y creersee un vaquero,
siendo niña,
una vaquera más fuerte que los ojos
que pueden poseer todas las lunas
y surcar las llanuras infinitas,
de naipes boca arriba,
sin sorpresas,
ni trampa ni cartón.
Aderezarse entre las líneas,
abruptas e inconexas,
de una imaginada escena
y cabalgar sin límite sobre un caballo blanco,
posesa de esa locura quijotesca
de buscar dulcineas en salones,
que huelen a whisky barato,
la afrenta del repoquer,
y ese desierto empujando al alma hacia el poniente.
La regresión impone un final
no siempre redentor.
Los cactus no saben de palabras,
siempre tienen una flecha escrita
sobre las espinas de las impaciencias.
En el mundo de los buenos versus malos,
la rebeldía es solo un acto complaciente,
la carne de cañón tiene fecha de caducidad
y el ferrocarril traerá una nueva empresa,
la superioridad del norte que se impone
sobre la infantil dicotomía de los sueños.
Los vaqueros en extinción extrema,
en un mundo trepidante del comercio,
un préstamo de vidas,
el primer automóvil
aquellos nuevos sombreros,
y los vestidos imperiales
destronando a las botas y al can-can.
Los indios en reserva,
la danza de la lluvia,
generando círculos,
expandiendo caza-sueños en imposibles árboles
en la extensa montaña de sus ojos.
Mientras la caballería tome alas
sobre los fuertes en cinemascope,
seguirá rondando
ese silbido
a cien pesetas y un bote de coca-cola (1),
anunciando el climax del relato.
THE END.
)Kurt Savoy fue a un concurso de radio para ganar cien pesetas y un bote de Cola Cao con una canción de Elvis, y en lugar de ello, decidió lanzar un silbido que acabaría personalizando las bandas sonoras de los»western»
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