A mi nunca me han gustado los finales trágicos,
ni siquiera me gustan los finales,
quizá los hasta luego,
por eso recelo del amor legendario,
atado a la tragedia de altos vuelos,
las andanzas de malherido caballero
con damiselas de corte y cara triste.
Nunca he visto lo bello en la derrota,
la pasión maniatada de esperanza,
un tablero quebrado,
alfil y prisionero,
que se aboca al abismo derrotero,
por no ser estratega de sus coplas.
Y es que por mucho que el malogrado amor,
se proclame eterno,
no deja de ser una sospecha,
pues nadie lo sabe, pues la muerte
rasgó el papel en blanco de su historia.
Todas las andanzas comienzan con tono glorioso,
fraguadas en química pirotecnia,
y muchas de las veces,
culminan en cítrica batalla
sin nada de lisonja,
sin nada que perdure,
más allá del cubo de basura de las propios
y contaminados reproches.
Y sí fueras,
o no fueras,
lo que hiciste,
lo que no hiciste,
lo que se dijo,
esculpido,
en el tatuaje de la ira.
Me pregunto cómo estaría Isolda,
Ginebra, Julieta o la mismísima Helena de Troya,
si su avatar hubiese perdurado
a lo largo de los años,
cómo después de diez o veinte años,
cómo siquiera después de cinco,
cuando las hormonas se apaciguan
y los espejos devuelven
el rostro ante los ojos.
Por eso no quiero finales,
ni vuelos mariposa,
ni hilo rojo,
para calmar la soledad del aire,
el único que arropa,
el único que comprende,
que aquí se camina como se puede
y no como se quiere.
No me des finales,
quiero un comienzo,
cada día nuevo,
cada sol de invierno,
¿Nos conocemos?
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