Annie Ernaux me conquistó hace años con su mujer helada. Esa prosa dinámica, fluida, que deslizaba maravillosamente una trama intimista, que se abría, sin abandonar el pulso lírico, a los extremos cotidianos de la realidad. Su ritmo propio abría mis sentidos, donde cada frase descansaba en un acorde sinfónico, que hablaba desde dentro. Hoy he leído, antes no lo había hecho, Pura Pasión. Tan intenso como breve, una historia que te deja en el deseo, no menos obsesivo que la pasión carnal, de prolongar su lectura, aunque se hayan terminado las páginas. Sí, me gusta de Ernaux su magnífica prosa, pero también me gusta Annie, la Annie que destapan sus páginas y que se atreve a mostrarse sin fisuras en todas sus versiones y oscuridades. Siempre dije que no me gustaba la poesía ni la prosa intimista y llevo años enamorada literariamente de una escritora intimista.
Y me preguntó ahora, cuando llevo casi dos meses sin tocar el teclado debido a una enfermedad intestinal que parece ya me abandona; digo, me pregunto, si yo sería capaz de hacerlo, de narrar, para mí, situaciones personales y libremente decidir publicarlas. Siempre se dice que en toda narración el autor deja algo propio. Puede que sea así, más bien muy maquillado, muy oculto, muy desde fuera. Lo que es cierto es parte de ti es tu propio tempo, tu ritmo. Ese no engaña. Y el de Annie es uno de los que más me gusta.
Después de meditar la pregunta, creo que no. No sería capaz de soltar mi propio yo, como se suelta un personaje, con la libertad de poder llegar a cualquier parte, a cualquier recoveco sin que asome ese no lo cuento o no caer en la tentación, como humanos que somos, del propio engaño de la memoria. La memoria se construye y algunas veces entre el recuerdo y lo vivido hay matices añadidos que cobran cada vez más vida, cuanto más los observamos.
Estos días de enfermedad no escribí poesía. No escribí nada. También deje de estudiar. Dejé de meditar. Dejé de pensar en la mística. El dolor era el protagonista del día. Cada ruido del cuerpo, cada síntoma. Podríamos decir que el dolor era como el señor A. El que venía y se iba, aunque yo no deseara su regreso. Me vestía para él, todo me pesaba, me molestaba, me apretaba, por mucho que fuese perdiendo kilos. Compré pijamas anchos, ropa holgada, cuanto más mejor. La colección de pastillas tenía el lugar privilegiado que antaño ocupaban los libros. Fue un dolor intenso, pasajero espero, confío en su no regreso. ¿Pero era tan importante? Sin duda, como un proceso cualquiera. La importancia estriba que el primer aviso que te da el cuerpo, diciéndote a gritos, debes parar, se toma como un retroceso. ¿No puedo seguir con mi vida? Te obliga a detenerte, a saberte mortal, a someterte a pruebas con la incertidumbre de si saldrá algo peor, y no solo por enfrentarse a ello, también por ser conocedora de que ese dolor sordo, mudo, continuará siendo protagonista, deteniendo la vida. Y lo que es más aterrador, por mucho que he indagado no he hallado todas las respuestas y jamás lo haré como limitada y humana. Asumir ese proceso es ser consciente de la limitación. Lo somos siempre en el concepto, pero no tanto en la práctica. Y en esto, como en la pasión carnal, como Annie con su Sr. A, todo se desbarata. Hay un lugar para asumir que la corriente fluye y que, como toda pasión, la emoción desboca porque pretendemos tener el control.
La pasión es algo adictivo. Quién no quiere vivirla. Quién no quiere suspirar cada día por esa mirada buscada, ese roce, esa hipérbole propia, donde hay más de uno que del otro, como un espejo. Y a la vez qué mortífera cuando es el centro de la vida. Lo único en que se quiere pensar. Esa isla donde perderse y no hallarse. Y qué cruel cuando se acaba de cuajo, o nosotros mismos la acabamos, porque ya no somos hipérbole, somos ojos detenidos en la realidad. La idolatría también nos despoja, mas hay algo penetrante en el abismo.
Y, aun así, una de las cosas más grandes que te puede dar la vida, es esa pasión al límite, ese deseo interminable que, convertido en la razón de tu existencia, te invita a proyectar respuestas en la existencia del otro. No hay nada más cálido que un beso, eso sí, apasionado e intenso, casi de vampiro.
Feliz lunes. Me abandonó el dolor intenso. Puedo abrir una nueva página. Creo que imaginariamente completaré en Pura Pasión las páginas que me faltan.
Dentro de mí percutían unos versos abruptos. Sentía dolor e impotencia. Mi imaginación, sin embargo, me llevó por otros derroteros.
He visto una mujer alada, de sonrisa apacible y armoniosa. Una mujer de piel brillante, traslucida como un espectro, bendecida por el torrente de las aguas.
— Vengo a hablar por todas para todas — dijo. Su voz apaciguaba mis oídos, era calma, tan cálida, como una estrella. — No temas, no vengo a anunciar mares apocalípticos, ni hablar de dogmas ni ausencias. Habitaré vuestros sueños hasta que despierten las palabras de los árboles. Mi dolor percute como un fuego extraño y la gravedad se oculta en el paisaje. Todo flota. La materia es elástica, como una goma espuma. La miro y todo se recompone. — No dejes que el dolor te paralice. Escucha, no hay nada sincero en este viento maldito que acobarda las murallas de la tierra. Los tambores de guerra rezuman por dentro, están podridas las trompetas de la ira. — El príncipe de la mentira ha usurpado el trono desde el comienzo de los tiempos — dije. — Los hombres, han sido los hombres, aquellos que se regocijan del sacrificio de la sangre ajena. Recuerdas, esos templos con cimientos bañados por la sangre inocente. Ese olor maldito, con muchos nombres, bajo muchos cuentos. Son los hombres. La luz no precisa de sangre para regalarte sus ráfagas generosas. — Pero tú no eres humana… — La piel que tu vistes lleva un sello de olvido y debes desasirlo de tu ropa. Mira… Su mano ligera me señala un árbol. Y se abre su copa como si fuera un abanico. En ella veo una hoguera, gritos, el dolor de inocente. Veo gente alrededor, mucha gente. —¿Quién si no es un depravado puede presenciarlo? — Respira — me dice —Y toma aire. Me trago el fuego como si fuera un faquir. Y se pegan pedazos del tiempo. Las quemadas alcanzan la indulgencia del agua, renaciendo entre cenizas. — Reconforta poder hacer eso, pero quién podría… — No preguntes con los ojos clavados en la estaca de los vampiros de sueños. Eres mujer, rebelde, manzana y universo. Nuestro útero es un maravilloso ejemplo de esa vertebral formación. No dejemos que nuestros hijos pasen por el fuego de ningún dios humano, de ningún poderoso. Ya comimos el fruto de la ciencia. Ahora vamos por el árbol de la vida. El custodio es solo un holograma, porque el verdadero fruto lo tenemos dentro.
No se trata de ser inmortal, pensé. Se trata de ser rebelde a toda violencia. Y siguió el dolor percutiendo versos abruptos, pero fuertes en rebeldía.