Por mucho que se oscurecían
los rincones de la casa,
ella, de rodillas, los limpiaba
una y otra vez,
llenándolos de luz.
Lástima que él,
no tuviera ojos para verla,
ahogado en un mar de cervezas,
irreconocible ante el espejo.
Ella seguía limpiando,
desenredando,
callando.
De súbito,
se abrieron las ventanas.
Ya terminó el tiempo de la oscuridad.
Y no hubo rincones, ni enredos,
ni labios a medias,
ni ausencias,
ni mujer ahogada
ni un sueño.
Solo la luz,
reinando,
con sus ráfagas delicadas
y una mujer viajante,
guiada por las estrellas,
dueña de su propia vida