La corona de Alba

Roberto Pérez era un hombre de mediana edad,  soltero, sin muchos amigos y una vida plagada de rutinas. A las 6 de la mañana, diariamente, sonaba su despertador. Roberto tenía siempre a mano una palangana con agua. No podía levantarse hasta que lavase cuidadosamente sus manos y los ojos. Si lo hacía, pensaba que su día sería funesto. Tras ello, peinaba su escaso pelo de forma que disimulaba sus ya grandes entradas.  Aquel día, un domingo de mayo, prometía ser soleado y apacible. Tras lavarse las manos cuidadosamente, Roberto se levanto con una sensación de incertidumbre. Sentía que algo iba mal, pero por mucho que repasaba sus rutinas diarias no encontraba fallo alguno en su día anterior.

Un fuerte ruido le llevó a mirar por la ventana. Era Marciano Angulo, el vecino excéntrico de la casa adosada de enfrente, que estaba dando insolentes golpes con un martillo. Son las 6 de la mañana, pensó, y ese individuo no deja de molestar con sus ruidos. Marciano salió al patio y observando a Roberto en la ventana le increpó:

—¡Buenos días vecino! No pongas esa cara, este sol de mayo aclarará tu denso cabello y quizá tengas suerte y te regale un prolongado mechón sobre esas entradillas.

—No creo que sean horas de despertar a todo el vecindario con martillazos. En cuanto a mi pelo, yo no te he pedido opinión alguna.

—Quien se pica, ajos come—contestó Roberto, comenzando a reírse a carcajadas—.Acércate, que le invito a desayunar y te enseño por qué eres la causa de mis ruidos.

—¿Yo, la causa?¡Venga ya! Tengo otras cosas mejor qué hacer que escuchar tus tonterías.

—Venga, hombre, no te enfades. Te invito a desayunar.

Marciano Angulo era la comidilla del vecindario. Sus poco convencionales costumbres eran objeto de todo tipo de comentarios. Dormía con las luces encendidas y no respetaba las horas de descanso, ofreciendo a los vecinos un molesto concierto privado de martilleos y zumbidos de una sierra eléctrica. Si alguien se quejaba, eso sí, cesaba de hacerlo, no faltaría más, pero ello no impedía que otro día, a deshora, volviese a sus andadas. Además de quejarse de su insolencia, los vecinos especulaban sobre lo que estaba haciendo Marciano. Unos decían que construía ataúdes para la funeraria de la Calle Ancha, ya que una noche lo vieron sacar lo que parecía un ataúd, envuelto en una sábana gris y entregarlo al encargado de la funeraria. Otros que era un perturbado que fabricaba artefactos para contactar con seres de otros planetas.

Roberto aceptó la invitación a desayunar, sobreponiéndose al rechazo que le generaba Marciano, para ver de propia mano qué era lo que estaba haciendo. Cuando Marciano le abrió la puerta, lo que vio no era ni unos ataúdes ni artefactos insólitos, sino una miniatura detallada y perfecta de la urbanización, cada casa, cada jardín, cada calle y farolas.

—Es mi forma de recordar. Cada pieza, cada detalle, representa un recuerdo, una historia, una vida con la que he tenido el placer de cruzarme —explicó Marciano.

Roberto observó todos los detalles de su casa. La ventana de su cuarto estaba abierta y podía observarse la palangana de agua y un reloj al fondo marcando las 6 de la mañana.

—¿Cómo lo sabes? —Preguntó Roberto.

—Soy muy observador, amigo—contestó Marciano.

Durante el desayuno Marciano le propuso una idea bastante loca. Le sugirió que intercambiasen sus vidas. Él iría a la oficina, se levantaría a las 6 y tendría al lado de la cama la palangana de agua. Roberto viviría en la suya y su trabajo consistiría dar color a la maqueta, cuanto más realista, mejor, precisaba Marciano.

—Me parece la idea más loca que jamás nadie me había dicho. No se pueden cambiar las vidas.

—Si no quieres voluntariamente, lo tendrás que hacer de forma involuntaria—sentenció Roberto.

—¡Qué tonterías dices! Me voy que tengo prisa.

—Claro Roberto, claro, es domingo y tú tienes prisa.

Roberto se marchó apresuradamente y se introdujo en su casa, cerrando la puerta con la llave. Sintió temor, ese Marciano, estaba realmente loco.

Sin embargo, ese día ya todo fue distinto para Roberto. Comenzó a soñar con la maqueta, pinceles y colores variados. Veía sus propias manos pintando cada detalle de su casa. A las tres de la mañana, no podía dormir. Se dirigió a la casa de Marciano y llamó al timbre.

—Te estaba esperando— le dijo—Ya tengo preparados tus pinceles y la pintura necesaria.

Roberto se resignó. Había algo que le había traído allí. Por lo que comenzó a pintar las miniaturas. Se encontraba feliz.

—Venga, venga— le increpó Marciano—.Ya basta de pinturitas. Estás aquí por una cosa más seria.

—¿Más seria? — pregunto Roberto.

Marciano le guio hasta el sótano de la casa. Lo que encontró en ese lugar, era más extraordinario que cualquier cosa que hubieran imaginado los vecinos. Era como un laboratorio de juegos, con pantallas, gafas virtuales, pero además repleto de artefactos extraños y mapas estelares. En el centro, un cono de cristal que emanaba luces, que parecían de neón.

—Es mi proyecto más ambicioso— explicó Marciano —.Una máquina de experiencias. Te permite vivir momentos de otras vidas, en otros tiempos y lugares.

 Marciano introdujo de un empujón a Roberto en el cono, y después lo hizo él, cerrando la puerta.

—¿Qué haces? ¡déjame salir!

—No hay tiempo para tonterías, Roberto. No podemos permitirlo.

—¿Permitir qué? Eres un viejo loco. Déjame ir, Marciano – dijo Roberto nervioso.

Sin embargo no le dio tiempo a reaccionar. Un torbellino de luces y sonidos los envolvió, y en un instante, se encontraron en la Italia del siglo XV. Una secta de asesinos, ataviados de túnicas negras y dagas amenazantes, conocida como “La oda oculta”, les perseguía.

Roberto entendió en ese instante cuál era su misión. Debía dirigirse a la morada de un viejo alquimista llamado Pietro. Conocía de forma sorprendente dónde se ubicaba y que tenía que salvar unos viejos libros.

Al llegar a la casa del alquimista, Roberto y Marciano encontraron la puerta entreabierta. Dentro, el alquimista estaba inmerso en sus estudios, ajeno al peligro que se cernía sobre él.

—Maestro, debéis esconderos. Vuestra vida corre peligro —advirtió Roberto, mientras Marciano buscaba un lugar seguro para los grimorios.

El alquimista, un hombre de edad avanzada con ojos que destellaban inteligencia, asintió y les siguió a un escondite secreto detrás de una estantería. No pasó mucho tiempo antes de que los asesinos llegaran.

Cuando los asesinos se disponían a abrir la estantería donde se encontraba escondido el alquimista, Marciano lanzó una serie de bombas de humo, llenando la habitación de una niebla espesa. En el caos, Roberto y Marciano desorientaron a los asesinos con una combinación de astucia y habilidad, haciéndoles creer que la vivienda se estaba incendiando. Los asesinos huyeron, temiendo quemarse y perder su vida.

 El alquimista, agradecido, les reveló que los libros contenían secretos que podrían cambiar el curso de la historia. Cada libro tenía las tapas de color diferente, uno era de color azul y relataba parajes fantasiosos y los trucos para evadirse de sus peligros. Uno hablaba de un bosque de ilusiones donde unos seres pequeños y traviesos, como duendes, pero maléficos, generaban ilusiones para atraparte. El otro libro era verde, hablaba del tiempo futuro y estaba dedicado a una joven llamada Alba, la reina de la luz. El otro era de color ocre y contenía una nota que decía: “A los guardianes del tiempo, Marciano y Roberto, mi eterno agradecimiento».

Roberto y Marciano se despidieron del Alquimista y regresaron a su tiempo. No contaron a nadie lo sucedido. Sin embargo, solo paso una semana, cuando se vieron sorprendidos por un presentimiento de peligro. Roberto aun no estaba recuperado de todos estos acontecimientos y Marciano permanecía absorto en su maqueta. A través de las gafas virtuales pudieron ver como desgraciadamente el alquimista había fallecido horas después a manos de los asesinos y los grimorios habían caído en manos de su heredero, su sobrino Doménico, pendenciero, aficionado al vino y los juegos de azar.

Sin pensarlo volvieron a introducirse en el cono. Tenían que evitar que los grimorios pasaran a malas manos. Algo falló, o eso parecía, pues en lugar de aparecer en casa del alquimista, lo hicieron en una montaña de escasa vegetación. Acto seguido hicieron presencia unos seres, parecían humanos, pero su piel era como transparente, refractando la luz del atardecer. Estos seres portaban los tres libros.

—Los grimorios, y especialmente el azul, debe ser custodiado por aquellos que respeten su poder y comprendan su verdadero valor— les dijo uno de aquellos seres, extendiendo su mano hacia Marciano y Roberto—.Vosotros habéis demostrado ser dignos.

Sin tiempo para asimilar la magnitud de lo que estaba sucediendo, Marciano y Roberto aceptaron el encargo.

—Debéis partir ahora — les instó otro de ellos—. El grimorio ocre os guiará, pero el camino no estará exento de peligros.

Con los libros en sus manos, Marciano y Roberto se embarcaron en una aventura que los llevaría a través de bosques encantados y ciudades olvidadas. No podían regresar a través de su cono. Los libros parecían tener voluntad propia, guiándolos hacia lugares donde el tejido de la realidad era más delgado, donde lo imposible se hacía posible. En su viaje, se encontraron con criaturas de leyenda: dragones que custodiaban puentes, hadas que danzaban en los claros de luna y sabios eremitas que hablaban en acertijos. Y no todos los encuentros eran amistosos. Seres oscuros, atraídos por el poder del grimorio, acechaban en las sombras, esperando su oportunidad para arrebatarles los libros. Marciano y Roberto tuvieron que luchar, no con la espada, sino con la astucia y la fuerza de su convicción.

Finalmente, tras innumerables peripecias, llegaron a un santuario antiguo, un lugar de poder donde los libros estarían seguros. Allí, se encontraron con una bella dama que creó un sello mágico para protegerlos de aquellos que buscaran explotar su poder. Roberto y Marciano creían que esa bella dama era la destinataria de los libros. Sin embargo, no era así, ella les indicó que los libros estaban destinados a una niña, llamada Alba.

—Es verdad—dijo Marciano.

—El libro verde está dedicado a Alba, la reina de la luz— añadió Marciano.

Roberto y Marciano deberían buscar a esa niña, destinada a ser la mayor guerrera de la luz en la tierra. Los grimorios, que contenían secretos de gran poder y sabiduría, debían ser entregados a Alba, quien tenía el poder de impedir una guerra que amenazaba con devastar la humanidad.

Guiados por antiguas profecías y los susurros del viento, llegaron a un pequeño pueblo. Allí, en una humilde casa de piedra, a las afueras, encontraron a Alba, una niña con ojos tan claros como el amanecer y una presencia que irradiaba una calma inusual.

Marciano y Roberto se presentaron ante la niña y su familia, explicando la importancia de la misión que les había sido encomendada. Al principio, los padres de Alba estaban escépticos, pero la niña, con una sabiduría que iba más allá de sus años, aceptó el grimorio con manos temblorosas pero firmes.

—Lo protegeré y aprenderé de él — prometió Alba —. Y haré todo lo posible para mantener la paz.

Con el grimorio en sus manos, Alba comenzó a entrenar bajo la tutela de Marciano y Roberto. Cada día que pasaba, su destreza y su comprensión del mundo crecían exponencialmente. La guerra, sin embargo, parecía inminente. Oscuros ejércitos se movilizaban en las fronteras de los países y la tensión se palpaba en el aire. Alba sabía que para impedir una batalla física y la muerte de inocentes debería lidiar una batalla espiritual, contra los poderes oscuros que enfrentan a los hombres.

Marciano había construido para la joven Alba una corona de un extraño metal. Cambiaba de color y de consistencia según el lugar donde se encontraba.

—No te dejaremos hacer sola este camino. Iremos contigo— le dijeron ambos a la vez.

—No quisiera enfrentaros a peligros—les contestó Alba.

Marciano y Roberto no atendieron a razones y los tres partieron hacia el lugar donde se esconde la más cruel oscuridad. Una vez dentro del cono de experiencias unieron sus manos, sintiendo como la fuerza de los seres lumínicos los acompañaba.

En un instante se vieron en un bosque. Su sendero era sinuoso pero parecía apacible. Los árboles frutales estaban rebosantes y había numerosos manantiales de agua fresca y pura. Roberto se vio atraído por el agradable aroma de un naranjo y se dirigió hacia el con el objeto de probar una de sus apetitosas naranjas.

—Ni se te ocurra—dijo Alba—es un espejismo.

Pero fue demasiado tarde. Roberto acabó envuelto en una maraña de extraños insectos de color oscuro. Alba tuvo que hacer uso del grimorio azul para rescatarlo.

—Este es el bosque de las ilusiones—aquí lo explica—. Parece mentira, Roberto, ¡como si nunca hubieses leído los libros! Está habitado por espíritus traviesos que crean ilusiones para confundir. No hay que desviarse de la senda.

 El camino terminaba al borde de un río. Marciano, quien tenía mucha sed, corrió hacia él.

—Detente—dijo Alba—. Es el río de lágrimas. El río doliente de la guerra. Debemos cruzarlo con respeto. Comprendiendo su dolor.

Marciano, Roberto y la joven atravesaron el río, contagiándose del dolor de los inocentes, haciéndose parte del mismo, acariciando sus vidas rotas, deseando su paz.

El río los llevó a un desierto, donde vagaban espectros de los caídos en batallas antiguas, que contaban sus pesares y dolores de la guerra. No era agradable su presencia, pues su alma estaba rota en pedazos. Alba, sin embargo, los acariciaba e iba recomponiendo con cariño sus trozos, los cuales se pegaban de forma milagrosa. Pronto tuvieron un ejército a su lado, que los acompañó en su viaje hacia una oscura gruta, ya casi al borde del mar.

—Aquí sí debo pasar yo sola—dijo la joven.

El ejército respetó las palabras de Alba, permaneciendo de pie, ante la entrada, viendo como se introducía. Marciano y Roberto quisieron entrar tras ella, pero el ejército se lo impidió.

—Debe entrar sola. Ella lo dijo—les advirtió uno de los soldados.

Nadie supo lo que pasó en aquella gruta. Alba nunca quiso contarlo. Solo dijo que había visto un gran dragón y una serpiente voladora y que nada es imposible si confías.

La tensión se calmó. Muchos líderes mundiales apaciguaron sus envites. Alba parece una joven cualquiera, pero tiene una corona de un extraño metal que irradia colores y una misión que nos revelará cuando estemos preparados.

El festín de los muertos

Alejandro siempre había sido escéptico y crítico con los fenómenos paranormales. No creía en fantasmas, ni en adivinos, ni en médiums. Siempre decía que solo las mentes débiles se sugestionan. Por eso, cuando su novia le regaló una sesión con una médium por su cumpleaños, se sintió realmente molesto.

– Sabes que todo esto me desagrada – dijo Alejandro al conocer su regalo.

– Una sorpresa, algo que no esperabas – indicó su novia con una sonrisa -. Sé que no crees en estas cosas, pero pensé que podría ser divertido y diferente. La médium se llama Lucía y dicen que es muy buena. Puede conectarse con los espíritus de tus seres queridos que ya no están.

– ¿Y para qué quiero yo eso? – replicó Alejandro con sarcasmo -.  ¿Para qué me echen la bronca por no haber llegado al funeral de mi tía abuela Mary? Para eso ya está mi madre.

– Vamos, no seas así – insistió su novia -. No tienes que tomártelo en serio. Solo es una experiencia. Además, quizás te sorprendas y descubras cosas que no sabías. ¿No te gustaría saber más sobre tu familia, por ejemplo?

– No, la verdad es que no – contestó Alejandro -. Mi abuela me contó que mi bisabuelo discutió con todos sus hermanos por una herencia y se dejaron de hablar. Cuando estaba muy grave, ella los llamó uno por uno pidiéndole que vinieran a visitarle, que su padre solo pedía verlos aunque fuera un minuto antes de morir. No acudió ninguno. No quiero saber nada de ellos.

– Bueno, pues entonces piensa que es un juego – propuso su novia -. Un juego de misterio, de intriga, de suspense. ¿No te gustan esas cosas?

– Sí, pero prefiero las películas o los libros – dijo Alejandro -. Esto me parece una tontería y una pérdida de tiempo. Y de dinero, porque seguro que la médium no es barata.

– No te preocupes por el dinero – dijo su novia -. Yo lo he pagado todo. Creo que valdrá la pena. Lucía tiene muy buenas referencias. Ha salido en la tele, en la radio, en las revistas. Tiene mucha demanda. De hecho, tuve que reservar con meses de antelación. Así que no me vengas ahora con que no quieres ir. Ya está todo arreglado. La sesión es mañana por la tarde. Te espero a las cinco en su consulta. Y por favor, sé educado y respetuoso. No quiero que la ofendas ni que la hagas sentir incómoda.

– Está bien, está bien – cedió Alejandro -. Iré, pero solo por complacerte. Pero te advierto que no me voy a creer nada de lo que diga. Y si me aburro o me canso, me voy. ¿De acuerdo?

– De acuerdo – dijo su novia, dándole un beso -. Te quiero, mi escéptico favorito.

Al día siguiente, Alejandro se presentó en la consulta de Lucía, una casa antigua y sombría en el centro de la ciudad. Su novia le estaba esperando en la puerta, con una expresión de ilusión y nerviosismo.

– Hola, cariño – le saludó -. ¿Estás listo?

– Sí, supongo – dijo Alejandro, sin mucho entusiasmo -. Vamos a ver qué nos cuenta esta señora.

– Ven, te presento – dijo su novia, cogiéndole de la mano y entrando en la casa.

La médium les recibió en el salón, donde había una mesa redonda con un mantel azul celeste bastante arrugado, unas velas y unos inciensos. Lucía era una mujer de unos cincuenta años, delgada, con el pelo negro recogido en un moño, ojos oscuros y penetrantes. A Alejandro le sorprendió su vestimenta poco extravagante. Esperaba que fuera una mujer con el pelo verde y túnica de terciopelo. Pero nada de eso, ella llevaba una bata de lunares blancos y negros, con un cinturón rojo marcando su cintura y unos mocasines rojos.

– Bienvenidos. Soy Lucía. Me alegro de que hayan venido. Estoy segura de que esta sesión será muy especial para ustedes. ¿Son pareja, verdad?

– Sí, somos novios – contestó la novia de Alejandro -. Yo me llamo Laura y él se llama Alejandro.

– Encantada de conocerlos – dijo Lucía con una voz grave -. Siéntense, por favor. ¿Han venido alguna vez a una sesión de mediumnidad?

– No, nunca – dijo Laura -. Es la primera vez. Estoy muy emocionada.

– Y yo muy aburrido – pensó Alejandro, pero no lo dijo en voz alta.

– Bueno, pues les explico cómo funciona. Yo tengo el don de comunicarme con los espíritus de las personas que han fallecido. A través de una meditación puedo ver sus rostros, escuchar sus voces y transmitirles sus mensajes. Ustedes pueden hacerles preguntas, si quieren, o simplemente escuchar lo que tienen que decirles. ¿Hay algún espíritu en particular con el que quieran contactar?

– Pues la verdad es que no – dijo Laura -. No se me ocurre nadie. ¿Y a ti, Alejandro?

– A mí tampoco – contestó Alejandro -. No tengo ningún interés en hablar con los muertos. Prefiero a los vivos.

– Bueno, no pasa nada- afirmo Lucía con una voz más dulce, tanto que parecía impostada-. Los espíritus se presentan solos cuando quieren comunicarse. A veces son familiares, amigos, conocidos, o incluso desconocidos. Lo importante es estar abiertos y receptivos a lo que nos quieran decir. ¿Están preparados?

– Sí, claro – dijo Laura, asintiendo con la cabeza.

– No, pero bueno, yo solo estoy aquí por Laura – explicó Alejandro, encogiéndose de hombros.

Lucía apagó las luces, encendió las velas y los inciensos, puso sus manos sobre el mantel celeste y comenzó a observarlas fijamente. Alejandro y Laura la miraron con expectación, aunque con distinto grado de credulidad.

– Veo una luz – dijo Lucía, cerrando los ojos -. Una luz blanca y brillante. Es un espíritu que quiere comunicarse con nosotros. ¿Quién eres? ¿Qué quieres decirnos?

– ¿Qué es lo que ve? – preguntó Laura, ansiosa.

– Veo un rostro – aclaró Lucía, abriendo los ojos -. Un rostro de hombre. Es mayor, tiene el pelo canoso y la barba larga. Lleva una túnica blanca y un sombrero de ala ancha. Tiene una expresión seria y severa. Me mira fijamente y me habla. Dice que es hermano del bisabuelo de Alejandro. Que se llama Fernando. Que fue un gran mago y alquimista. Que tiene un mensaje muy importante para Alejandro. Que le escuche con atención, porque es su última oportunidad de salvarse.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, sorprendido y confundido -. ¿ Fernando? ¿Mago y alquimista? ¿De qué está hablando? En mi familia, según creo, nadie se llamó Fernando, ni hubo ningún mago. Si dice ser hermano de mi bisabuelo será un demonio. Esto es una broma, ¿verdad?

– No, no es ninguna broma – dijo Lucía, con seriedad -. Es la verdad. El espíritu de su antepasado Fernando está aquí, en esta sala, y quiere hablar. ¿No lo siente? ¿No lo ve?

– No, no lo siento ni lo veo – contestó Alejandro, enfadado -. Yo lo único que siento es que me está tomando el pelo. Esto es una farsa, ¿verdad? Usted y mi novia me han tendido una trampa. ¿Para qué? ¿Para reírse de mí? ¿Dónde está la cámara? Es una broma, una cámara oculta, ¿no?

– No, no es ninguna broma – dijo Laura, con preocupación -. No hay ninguna cámara oculta. Te lo juro.

– Pues entonces, Lucía es una mentirosa – afirmó Alejandro -. Una mentirosa y una estafadora. Que se inventa historias para engañar a la gente y sacarles el dinero. ¿Cuánto le paga mi novia por este numerito? ¿O cuánto me va a intentar sacar a mí por esta farsa?

– No soy una mentirosa ni una estafadora – dijo Lucía, con indignación -. Soy una médium auténtica y respetable. No me invento nada. Solo transmito lo que los espíritus me dicen. Y el espíritu de Fernando está muy enfadado. Dice que usted, Alejandro, es un incrédulo, un ignorante, un irrespetuoso. Que usted no sabe nada de su pasado, de su sangre, ni de su destino. Ha desperdiciado su vida y ofendido a su familia. Les ha deshonrado y ha provocado su ira y su maldición. Que ya no hay vuelta atrás. Esta noche se presentará en su casa, vestido con su túnica, y le hará pagar por tus errores. Sufrirá las consecuencias de su desdén y caerá sobre usted la desgracia.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, asustado y confuso -. ¿Me está amenazando? Esto no es normal, no lo puedo consentir. ¿Qué desgracia ni qué maldición va a caer sobre mí? Esto es impresentable.

– No lo sé – respondió Lucía, con frialdad -. No me lo ha dicho. Solo me ha dicho que se lo dirá él mismo cuando le visite esta noche. Que usted es un soberbio incrédulo.

– Y usted es una loca – dijo Alejandro, muy enojado -. Esto es una farsa indecente. Vámonos de aquí, Laura. Vámonos ya. No me gusta esta casa ni esta mujer.

Alejandro se levantó de la silla, cogió a Laura del brazo y salió corriendo de la casa. Lucía los siguió con la mirada, con una sonrisa maliciosa.

– Adiós, Alejandro – dijo Lucía, en voz baja -. Nos vemos esta noche. Fernando te espera. Y no viene solo. Viene con todos los que te han precedido, los que te han querido, pero también los que te han odiado, con todos los que te han creado y los que tú has sido.

Esa noche, Alejandro tardó en quedarse dormido. Era una locura, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de su supuesto antepasado Fernando, el mago y alquimista, vestido con una túnica, visitándolo en su casa. Y mientras daba vueltas y vueltas en su cama, escuchó un fuerte ruido en el salón, como si algo se hubiese caído. Alejandro encendió la luz y miró el reloj. Eran las tres de la mañana. Era todo muy extraño. Se oían pasos rápidos y agitados, voces, risas, aplausos. Y música. Parecía una fiesta.

Alejandro se asomó a la puerta del salón, con curiosidad y temor. Lo que vio le dejó sin aliento. Estaba lleno de gente. De gente extraña. De gente antigua. De gente familiar. De gente muerta. Allí estaban sus abuelos, sus bisabuelos, sus tatarabuelos, y así sucesivamente, hasta perderse en el tiempo. Todos vestidos con ropas de época, de diferentes estilos y colores. Todos sonrientes, alegres, divertidos, bailando y cantando alrededor de un hombre con túnica blanca y sombrero de ala ancha. Era él, el mago y alquimista, el que se había presentado a la médium. Alto, de complexión fuerte, con el pelo canoso y la barba larga. Tenía una expresión seria y severa, pero también bondadosa y sabia.

– Hola, Alejandro – le dijo el espíritu, con una voz grave y profunda -. Soy Fernando. El mago y alquimista. El que te ha traído aquí.

– Hola, Fernando – contestó Alejandro, con una voz temblorosa y débil -. Perdón si te he ofendido esta tarde.

– No tienes que pedirme perdón, Alejandro – sonrió el espíritu -. No me has hecho nada malo. Solo has sido un poco incrédulo. Pero eso no es culpa tuya. Es culpa de tu educación. De tu época. De un mundo que ha rechazado el misterio.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó Alejandro, con curiosidad y confusión

– Quiero decir que hay otra realidad, Alejandro – aseveró el espíritu, con seriedad y pasión -. Una realidad que no ves, pero que existe. Tú no la aceptas ni la buscas, pero te afecta y te encuentra.

– ¿Qué realidad es esa? – preguntó Alejandro, con asombro.

– La realidad de la magia, Alejandro – dijo el espíritu Fernando, con orgullo y emoción-. La realidad de la alquimia,  del conocimiento y el amor. Una realidad que es de todos, mía, tuya y nuestra.

– ¿Nuestra? – dudó Alejandro.

– Sí, nuestra – dijo el espíritu, con cariño y ternura -. Nuestra, porque somos familia. Nuestra, porque somos sangre. Somos destino y somos uno. Has crecido creyendo que la familia se rompió, que como no nos hablamos estando vivos, por ser unos egoistas y estúpidos, todo lazo de sangre quedó contaminado. Y eso no es así, cuando se transciende, todos volvemos a ser hermanos. Todos nos comprendemos y nos amamos. No hay nada que lamentar, ni que llorar, ni que perdonar. Somos uno, Alejandro.

– ¿Somos? – preguntó Alejandro, con miedo y esperanza.

– Sí, somos – dijo Fernando, con alegría -. Somos lo que fuimos, lo que tú eres, y lo que seremos a través de tus descendientes.

 Fernando abrazó a Alejandro, y le dio un beso en la frente. Alejandro pudo sentir el tacto de la piel del espíritu, como si fuera de una persona real. Percibió su calor y se sintió libre, mago, alquimista, se sintió él y todos.

 Empapado de sudor, con las sábanas prácticamente mojadas, Alejandro se despertó sobresaltado. Eran las cuatro de la madrugada. Fue solo un sueño, pensó. Nunca hubo un antepasado llamado Fernando, mago y alquimista. Sin embargo, ese sueño, como reacción a las palabras casi amenazantes de aquella mujer que decía ser médium, cambió su forma de ver las cosas. Había mucha sabiduría en el espíritu Fernando, fuera o no real. Y a partir de dicho día abandonó el rencor con el que había crecido. Había días que, incluso, dudaba que hubiera sido un sueño. Al fin y al cabo los muertos no tienen por qué conservar su nombre ni su forma, quizá fueron antes muchas personas diferentes. La médium era una farsante, pero sus palabras abrieron sus ojos y el corazón. Quizá lo que percibimos como real es relativo y  las discordias pasadas, por qué no, se pueden borrar de un plumazo si uno recuerda a los suyos con los ojos del amor. Al fin y al cabo todos eran él y él era todos.

Una joven escribe

Una joven escribe- creo que es un poema-

en una servilleta de una cafetería.

Repasa con su lápiz sus versos escondidos

y dobla con cuidado ese débil papel.

Su rostro es blanquecino, se asoma alguna lágrima

perdida entre sus ojos, quizá un desamor

Me mira fijamente, notando que le observo

y en decisión abrupta arruga su poema

dejándolo en un lado del plato del café.

Se marcha presurosa, su dolor contenido

va imprimiendo la estancia ahora abandonada

de su palabra oculta y su verso de amor.

Yo recojo en silencio su servilleta triste,

un sueño que rehúye, un verso retorcido

y la leo despacio para hallarlo de nuevo

Aquí están sus versos, ese verso latido

que sorprendentemente hablaba de mis ojos.

Una mujer me mira. Tiene los ojos negros

Ella sabe que tengo prendido mi dolor

Mas cuanto más me mira, siento que tu recuerdo

se queda liberado en un trozo de papel,

no haré más versos tristes ni lloraré tu ausencia

pues hoy me siento libre, cargada de valor

para decirte adiós…

Pura Pasión

 Annie Ernaux me conquistó hace años con su mujer helada. Esa prosa dinámica, fluida, que deslizaba maravillosamente una trama intimista, que se abría, sin abandonar el pulso lírico, a los extremos cotidianos de la realidad. Su ritmo propio abría mis sentidos, donde cada frase descansaba en un acorde sinfónico, que hablaba desde dentro. Hoy he leído, antes no lo había hecho, Pura Pasión. Tan intenso como breve, una historia que te deja en el deseo, no menos obsesivo que la pasión carnal, de prolongar su lectura, aunque se hayan terminado las páginas. Sí, me gusta de Ernaux su magnífica prosa, pero también me gusta Annie, la Annie que destapan sus páginas y que se atreve a mostrarse sin fisuras en todas sus versiones y oscuridades. Siempre dije que no me gustaba la poesía ni la prosa intimista y llevo años enamorada literariamente de una escritora intimista.

 Y me preguntó ahora, cuando llevo casi dos meses sin tocar el teclado debido a una enfermedad intestinal que parece ya me abandona; digo, me pregunto, si yo sería capaz de hacerlo, de narrar, para mí, situaciones personales y libremente decidir publicarlas. Siempre se dice que en toda narración el autor deja algo propio. Puede que sea así, más bien muy maquillado, muy oculto, muy desde fuera. Lo que es cierto es parte de ti es tu propio tempo, tu ritmo. Ese no engaña. Y el de Annie es uno de los que más me gusta.

 Después de meditar la pregunta, creo que no. No sería capaz de soltar mi propio yo, como se suelta un personaje, con la libertad de poder llegar a cualquier parte, a cualquier recoveco sin que asome ese no lo cuento o no caer en la tentación, como humanos que somos, del propio engaño de la memoria. La memoria se construye y algunas veces entre el recuerdo y lo vivido hay matices añadidos que cobran cada vez más vida, cuanto más los observamos.

 Estos días de enfermedad no escribí poesía. No escribí nada. También deje de estudiar. Dejé de meditar. Dejé de pensar en la mística. El dolor era el protagonista del día. Cada ruido del cuerpo, cada síntoma. Podríamos decir que el dolor era como el señor A. El que venía y se iba, aunque yo no deseara su regreso. Me vestía para él, todo me pesaba, me molestaba, me apretaba, por mucho que fuese perdiendo kilos. Compré pijamas anchos, ropa holgada, cuanto más mejor. La colección de pastillas tenía el lugar privilegiado que antaño ocupaban los libros. Fue un dolor intenso, pasajero espero, confío en su no regreso. ¿Pero era tan importante? Sin duda, como un proceso cualquiera. La importancia estriba que el primer aviso que te da el cuerpo, diciéndote a gritos, debes parar, se toma como un retroceso. ¿No puedo seguir con mi vida? Te obliga a detenerte, a saberte mortal, a someterte a pruebas con la incertidumbre de si saldrá algo peor, y no solo por enfrentarse a ello, también por ser conocedora de que ese dolor sordo, mudo, continuará siendo protagonista, deteniendo la vida. Y lo que es más aterrador, por mucho que he indagado no he hallado todas las respuestas y jamás lo haré como limitada y humana. Asumir ese proceso es ser consciente de la limitación. Lo somos siempre en el concepto, pero no tanto en la práctica. Y en esto, como en la pasión carnal, como Annie con su Sr. A, todo se desbarata. Hay un lugar para asumir que la corriente fluye y que, como toda pasión, la emoción desboca porque pretendemos tener el control.

 La pasión es algo adictivo. Quién no quiere vivirla. Quién no quiere suspirar cada día por esa mirada buscada, ese roce, esa hipérbole propia, donde hay más de uno que del otro, como un espejo. Y a la vez qué mortífera cuando es el centro de la vida. Lo único en que se quiere pensar. Esa isla donde perderse y no hallarse. Y qué cruel cuando se acaba de cuajo, o nosotros mismos la acabamos, porque ya no somos hipérbole, somos ojos detenidos en la realidad. La idolatría también nos despoja, mas hay algo penetrante en el abismo.

 Y, aun así, una de las cosas más grandes que te puede dar la vida, es esa pasión al límite, ese deseo interminable que, convertido en la razón de tu existencia, te invita a proyectar respuestas en la existencia del otro. No hay nada más cálido que un beso, eso sí, apasionado e intenso, casi de vampiro.

  Feliz lunes. Me abandonó el dolor intenso. Puedo abrir una nueva página. Creo que imaginariamente completaré en Pura Pasión las páginas que me faltan.

El sueño

Dentro de mí percutían unos versos abruptos. Sentía dolor e impotencia. Mi imaginación, sin embargo, me llevó por otros derroteros.

He visto una mujer alada, de sonrisa apacible y armoniosa. Una mujer de piel brillante, traslucida como un espectro, bendecida por el torrente de las aguas.

— Vengo a hablar por todas para todas — dijo.
Su voz apaciguaba mis oídos, era calma, tan cálida, como una estrella.
— No temas, no vengo a anunciar mares apocalípticos, ni hablar de dogmas ni ausencias. Habitaré vuestros sueños hasta que despierten las palabras de los árboles.
Mi dolor percute como un fuego extraño y la gravedad se oculta en el paisaje. Todo flota. La materia es elástica, como una goma espuma. La miro y todo se recompone.
— No dejes que el dolor te paralice. Escucha, no hay nada sincero en este viento maldito que acobarda las murallas de la tierra. Los tambores de guerra rezuman por dentro, están podridas las trompetas de la ira.
— El príncipe de la mentira ha usurpado el trono desde el comienzo de los tiempos — dije.
— Los hombres, han sido los hombres, aquellos que se regocijan del sacrificio de la sangre ajena. Recuerdas, esos templos con cimientos bañados por la sangre inocente. Ese olor maldito, con muchos nombres, bajo muchos cuentos. Son los hombres. La luz no precisa de sangre para regalarte sus ráfagas generosas.
— Pero tú no eres humana…
— La piel que tu vistes lleva un sello de olvido y debes desasirlo de tu ropa. Mira…
Su mano ligera me señala un árbol. Y se abre su copa como si fuera un abanico. En ella veo una hoguera, gritos, el dolor de inocente. Veo gente alrededor, mucha gente.
—¿Quién si no es un depravado puede presenciarlo?
— Respira — me dice —Y toma aire.
Me trago el fuego como si fuera un faquir. Y se pegan pedazos del tiempo. Las quemadas alcanzan la indulgencia del agua, renaciendo entre cenizas.
— Reconforta poder hacer eso, pero quién podría…
— No preguntes con los ojos clavados en la estaca de los vampiros de sueños. Eres mujer, rebelde, manzana y universo. Nuestro útero es un maravilloso ejemplo de esa vertebral formación. No dejemos que nuestros hijos pasen por el fuego de ningún dios humano, de ningún poderoso. Ya comimos el fruto de la ciencia. Ahora vamos por el árbol de la vida. El custodio es solo un holograma, porque el verdadero fruto lo tenemos dentro.

No se trata de ser inmortal, pensé. Se trata de ser rebelde a toda violencia. Y siguió el dolor percutiendo versos abruptos, pero fuertes en rebeldía.

El espejo de la pareja

Juana era la mujer de su vida. Siempre alegre, sonriente, llevaba el optimismo en los genes. Justamente lo que a Luis le faltaba, que era un hombre tímido, callado y con aspecto triste. Cuando se casaron pensó que sería para toda la vida, ¿quién no querría pasar toda la vida con Juana?  Eran muy jóvenes y tuvieron que afrontar muchas dificultades, dos sueldos escasos, dos hijos y muchas facturas. Pero eran felices sin necesidad de viajar al extranjero o pasarse el verano en una playa paradisiaca. Ellos se conformaban con un paseo matutino por el Retiro y tomar un agradable aperitivo en una terraza.

 Luego vino la adolescencia de los muchachos. Lo cierto es que no salieron buenos estudiantes. Muchas discusiones. Ella más blanda con sus debilidades, él decepcionado porque hubiera anhelado aprovechasen la posibilidad de estudiar, algo que Luis no había tenido.

 Con el tiempo, los jóvenes díscolos se hicieron hombres y se buscaron la vida en Londres, haciendo cosas que ni Juana ni él entendían mucho. El mayor, se dedicaba al tatuaje. Quién iba a pensar que hacerse tatuajes se iba a poner de moda. Llevaba la cabeza teñida de color amarillo, como si quisiese ser un pollo. Eso le ponía enfermo, pensaba que hacía el ridículo y todos los ingleses se iban a reír de él, pero Juana siempre decía que ellos eran viejos ya y no entendían la vida de hoy. El pequeño trabajaba en una empresa haciendo uñas artificiales de diseño. A la gente joven le gusta llevar dibujos de bosques y de lunas en las uñas. Luis pensaba que era un trabajo poco masculino, pero su Juana siempre le recordaba que era un anticuado. Ella decía que era un sexista. Qué palabreja, pensaba, para recriminarle que era un poco machista y trasnochado.

 Aun así, eran felices, bastante felices, lo eran…

 Luis se seca las lágrimas cuando recuerda esos momentos. Ahora no lo eran. No sabe cómo ni por qué un día su Juana se levantó con mal pie y comenzó a quejarse por todo, que si nunca le había hecho un regalo, que si no era detallista, que si iba siempre a lo suyo, que si…Una larga retahíla de reproches, tan grande como el universo. Él al principio contestaba y surgía una discusión cada vez más dramática. Luego pensó en callar y otorgar. Así que un día llegaba con una rosa, otro día con una caja de bombones… Pero a su Juana nada agradaba. Y comenzaba la lista de los que si…y que si…

 Desistió, quizá por su orgullo, y optó por no hacer nada. Y eso, hoy piensa, fue la peor decisión que pudo haber tomado, porque Juana se ponía como una energúmena. Se había ido aquella sonrisa de todos los días, las bromas, los besos a escondidas de los niños. Todo se había esfumado de repente, hasta los niños. La casa ahora era un lugar inhóspito, donde solo Nicolás, el perro caniche que había adoptado, parecía recibirle con agrado.

 El lunes pasado perdió la cabeza. En una de esas ya rutinarias trifulcas la insultó, le dijo de todo, lo que pensaba y lo que no pensaba. Se asustó de su propio comportamiento. Él siempre había sido un hombre prudente. Por lo que ahora estaba en una consulta de psicología.

—¿Qué pensó Juana cuándo usted la insulto? —preguntó el psicólogo.

—No lo sé, supongo que pensó que era un ser despreciable. Bueno, creo que eso ya lo pensaba. En realidad, ella se rio.

—¿Se rio?

—Sí, a carcajadas.

—¿Usted siempre ha sido feliz con Juana?

—Sí, mucho. Yo querría que volviera todo a ser como antes.

—¿Y sabe usted lo que piensa Juana?

—Pues que soy un mal marido…Eso es lo que dice, ¿no?

—Yo se lo pregunto a usted. ¿Es usted un mal marido?

—No sé, habría que preguntárselo a Juana.

—Y si yo le contase que su Juana es la misma de siempre, la mujer sonriente y optimista, y que lo que usted está viendo no es ella. ¿Se lo creería?

—Me dice que estoy loco. Eso, no. Lo que estoy contando es una verdad como puños. No sé cómo agradarla.

—Ha oído hablar de la ley del espejo…

—¿Qué espejo? En casa tenemos muchos.

—No, me refiero a otra cosa. Lo que a usted le está llevando a un infierno, también es parte de usted mismo.

—¿De mí mismo? Claro, no sé cómo agradarla.

—No, no hacia ella, sino hacia dentro. ¿Sabe usted como agradarse?

—¿Agradarme a mí? ¿para qué? Yo me conformo con poco. Bueno, con ver a mi Juana feliz.

—Pues eso es el problema. Su Juana también se conforma con poco…

—¿Con poco? Si le compro regalos, no le gusta. No quiere flores, no quiso ni un anillo de oro blanco, que mis cuartos me costó en la joyería…Yo no sé lo que quiere. ¿Usted lo sabe?

—Creo que sí. Juana quiere verle feliz.

 En ese momento a Luis se le abrió la mente. Como si el castillo de naipes que había construido se derrumbase y hubiese que volver a edificarlo. Juana quería que él fuera feliz.

 Llegó a su casa. Juana estaba apagada y triste como siempre, pero esta vez el le saludó con la sonrisa más grande que pudo fingir. El psicólogo le dijo que a veces las cosas no salían al principio, pero estaban dentro. Él quería hacer feliz a su Juana. Por ello tenía que esforzarse a hacerlas, sin pensar mucho si podía o no sonreír. Era como si llevase un montón de sonrisas metidas en un tarro con la tapa bien cerrada y fuera su propia mente la que no dejaba abrirla. Así que tenía que sonreír y, con el tiempo, la tapa se abrirá como por arte de magia y le saldrían todas las sonrisas del corazón.

—Muy contento vienes hoy.

—Sí, muy contento — La abrazó.

—Quita, quita, que estamos viejos ya para ese jueguecito.

—¿Vieja tú? Si nunca envejeces…

—No seas mentiroso.

—Pues yo no estoy viejo. Y como no lo estoy, me he pasado por la agencia de viajes. Nos vamos a Londres quince días a ver a los chicos.

—¿En serio?  —A Juana se le iluminó la cara.

—Sí, mujer, sí. Ya es hora de espabilar los ahorros de la cuenta. ¿Para qué sino los queremos? Esto va a cambiar, Juana. No me voy a privar de lo que quiero hacer y no voy a privarte de compartirlo conmigo, si es lo que quieres…

—¿Cómo no voy a querer estar contigo, zalamero?

  Y así, entre risas, se abrazaron, comiéndose a besos, mientras hacían las maletas.

Adéntrate en una historia mágica: Los extraños ojos de Marina Bao

Mi nombre es Marina Bao. Crecí entre magia y leyendas de la mano de una meiga mentora, quien me hizo heredera de su linaje mágico: El linaje del trébol. Una forma de mirar el mundo reclama su lugar y nos invita a ser partícipes del cambio.

Mi linaje no es único en el mundo. Sé que hay más y que cada uno de ustedes pertenece a uno de ellos. No es casual que me esté leyendo en este momento.

En cada siglo surgen nuevos linajes, a partir de los manuscritos antiguos que se han ido pasando por generaciones de transmisores hasta que llega su turno. Un viejo manuscrito refiere que todos los libros fueron elaborados por un alquimista italiano del siglo XV.

Cada libro tiene dos candados. Estos candados se utilizan para desaparecerlo y evitar que caiga en manos no deseadas. Si advierten el peligro se adhieren, como si fueran imanes, a sus solapas, hasta que lo tornan invisible. Los candados hay que ganarlos, superando unas particulares pruebas, y son entregados a su siguiente propietario, por su anterior, cuando considera que está preparado para recibirlos.

No existe una regla sobre el número de transmisiones que se necesitan para completarlo. Si el propietario no ha logrado hacerlo, debe entregarlo a su heredero, quien se encargará de su cuidado.

Los amuletos fueron creados en un taller de joyería veneciano y comercializados en las diferentes ferias de la época. Cuando el libro ya está destinado a alguien que posea un amuleto, está permitido utilizar la magia para hacer que se reencuentre con los poseedores de los otros tres, siempre que sean igualmente merecedores de los dones del libro mágico.

Así que si en sus manos tiene un libro semejante o un colgante misterioso, consérvelo; todo tiene una razón y la descubrirá.

Hay personas que se empecinan en poner en todo lugar la razón. Niegan todo lo que no ven y no tocan. Otras se empecinan en buscar respuestas esotéricas a todo lo que viven, desdeñando toda razón, aunque saben que no ven ni tocan nada diferente. Pero nada es realmente como lo percibimos. Si no abrimos nuestra mente, no podemos reconocer el camino interior, el camino integrado en la naturaleza, el camino que te lleva a la colina, donde nuestros ancestros veneraban su energía, humedeciendo sus pies descalzos sobre la hierba.

Nosotras, desde que nacimos, percibimos otra realidad y tuvimos que acostumbrarnos a ello, con las dudas, los miedos, preguntándonos si nuestra mente podría funcionar mal. Lúa, Aurora y yo vivimos como cualquiera. Lo que nos diferencia del resto es lo que no contamos, porque no sabemos si siempre va a ser bien entendido o nos mandan directas a una consulta psiquiátrica. Pero ocultar lo que se vive no es del todo bueno. Esta es una de las razones por las que me decidí a contar mi historia, que es también la historia de tres amigas que debieron vencer la carga que les impuso el linaje del trébol con la ayuda de su sensibilidad.

Los extraños ojos de Marina Bao. Mundos Flotantes editorial.

@todos los derechos registrados.

 Desde las raíces de la naturaleza, la tierra, en un diálogo espiritual, confluye un thriller psicológico en el que la magia es también psicomagia y que se trata como una forma diferente de mirar la vida. Escrita en primera persona, la protagonista narra su aprendizaje para lidiar con capacidades que parecen paranormales pero que no son narradas con esa connotación, sino superando dicho concepto y sin etiquetas.

 Misterio y aventuras. Una novela para adultos, pero que también permite su lectura a los más jóvenes.

Mundos Flotantes editorial presenta la novela: Los extraños ojos de Marina Bao

Marina tiene unos extraños ojos que le llevan a observar la vida de una forma especial. Desde muy pronto comprenderá que no son tan extraños y no es la única.

¿Eres una persona altamente sensible? ¿Te gustaría adentrarte en una historia mágica y a la vez real?¿ Y disfrutar a través de la magia de tu forma de ver el mundo? ¿Acompañar a Marina cuando se enfrente a su particular reto y elegir tu propio linaje?

Sigue la historia del linaje del Trébol de cuatro hojas: Los extraños Ojos de Marina Bao.

Disponible en librerías y en sus web de venta on line.

Zapatos

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Siempre le habían dicho que, en el día, había horas propicias para encontrar el alma gemela. Por eso, cuando Simón, estaba esperando que el semáforo se pusiera en verde, observaba detenidamente el tránsito de los peatones. ¿Sería capaz de reconocerla a primera vista?

    Era 8 de septiembre. Atardecía. Los rayos de sol caían despacio jugando a iluminar el paso de peatones. Simón interpretó aquello como un buen augurio. Una joven cruzaba la calle de prisa. Las miradas se rozaron. Sintió fuego. Era ella, ella…

    ¿Cómo sería capaz de lograr encontrarla? No sabía dónde vivía ni dónde trabajaba. Si estaban de verdad predestinados, se volvería a encontrar con ella. Pero pasaban días, meses, y no ocurría nada, hasta que un día, paseando por una calle comercial, vio a aquella muchacha ordenar los zapatos en el escaparate de una conocida zapatería. Era ella, sin duda. Ella colocaba los zapatos con tanta delicadeza, dejándolos perfectamente alineados que ni el mismo lo haría mejor. A Simón le incomodaba la gente que no cuidaba sus zapatos. Su abuela le había prevenido: Alguien que no coloca bien los zapatos no está equilibrado. No contendrá sus emociones, será reactiva y su vida será un tormento.

     Nunca viene mal tener unos zapatos nuevos. Así que entró en aquella zapatería, dispuesto a conocer su alma gemela. Se llamaba Sara y era perfecta. Pronto comenzaron una relación que culminó en matrimonio en pocos meses. Amor a primera vista. ¿No hay mejor señal de que las almas están predestinadas?

    La convivencia no fue como esperaba. Cuando Sara llegaba a casa, dejaba los zapatos tirados por todas partes. Decía que ya tenía bastante con ordenarlos todos los días en la zapatería. Al principio Simón los colocaba cuidadosamente, pero poco a poco se fue cansando. Esos molestos zapatos de tacón invadiendo el dormitorio por doquier, en cualquier parte. Definitivamente no era su alma gemela. Pero, ¿Qué podía hacer? Lo mejor era divorciarse y emprender de nuevo la búsqueda, antes de consumirse en una vida sin sentido.

    Simón tenía confianza con un sabio rabino. Le consultó su problema, pero el rabino no le dijo lo que Simón pretendía escuchar. “No estás preparado, para divorciarte. Debes seguir tu camino, si no toda mujer que encuentres será la misma. Debes esperar y si no ocurre en esta vida, quizá en otra merezcas encontrar tu alma gemela”.

  ¿Pero cómo confiar en esa afirmación? ¿Y si no hubiera otra vida? Aquello era como pedir que renunciara a su felicidad. Además, si hubiera otra vida ya no recordaría nada de esta, por lo que su “sacrificio” sería inútil. Simón no dejaba de dar vueltas, una y otra vez, a las palabras del rabino.

   Pensó cambiar de religión, pero casi todos, sacerdotes y pastores, le seguían diciendo lo mismo, que no debía divorciarse. Simón se encontraba cada vez más perdido y molesto ¿Era justo exigirle semejante sacrificio?

    Simón tomaba café todas las mañanas en un bar cercano a su trabajo. Un día encontró cerrado el establecimiento. De vuelta al trabajo y molesto por el cambio que la causalidad estaba imponiendo en su rutina, se cruzó con una mujer rubia, de largos cabellos, a la cual miró profundamente. La siguió. Trabajaba en una panadería y colocaba los panes meticulosamente ordenados, tan simétricos, que cualquiera diría que era su propio espíritu. Es ella, pensó. El rabino se equivocaba. Ella estaba ahí delante de sus ojos.

   Simón se divorció de Sara y se arrojó a los brazos de María. Tras un año se casó con ella y los zapatos de tacón desordenados, caídos por doquier, volvieron a ser la estampa cotidiana de su dormitorio. Simón tuvo dos hijos con María, de la cual terminó divorciándose.

   Unos dicen que Simón sigue buscando a su alma gemela en cualquier escaparate de zapatería y, mientras tanto, enseña a sus hijos a ordenar meticulosamente los zapatos.

  Otros, que logró comprender que el amor no consiste en buscar y exigir que el otro sea un reflejo que responda siempre a nuestra medida, sino permitirse sentir amor y no temer amar. Por eso ahora bebe los vientos por Esther, una mujer que diseña zapatos asimétricos y de diferentes colores.

  No somos sino gotas, en un océano, que no comprendemos la inmensidad del conjunto.

Léase, por zapatos, las pasiones y emociones más reactivas. Simón lo que buscaba era aquella persona con la que pudiera vivir una vida serena. Como quiera que escudriñaba el “orden” de sus posibles parejas futuras, para intentar que su mente ordenase el proceso, se forzaba a enamorarse de aquello que le impresionaba iba a ser correcto y acababa siempre, contradictoriamente, con personas muy reactivas, enredándose en discusiones y reproches sin final. Cuando dejó de tener miedo, conoció a Esther.

 Quizá es tan malo dejarse llevar por lo que suceda, sin criterio, como intentar controlarlo todo. Al final, la vida arrolla.

La noche y las redes

                 Cae la tarde y cierro el ordenador. No se crean que para hacer un gran cambio.  Media hora mirando el móvil, las novedades de las redes. Me asaltan anuncios por doquier de nuevos libros. Muchos prometen lo mismo, su lectura me llevará a un universo desconocido, un paquete místico para aprender a vivir y otro fantástico para sumergirme en historias de puertas dimensionales. Entre tanta oferta no sé cuál elegir, cuál sería ese libro esencial para que mi vida se transformase en armonía perpetua. Pero ¿existe? Dejémoslo ahí, en ese objetivo inalcanzable. Su publicidad me cuenta que todos ayudarme a conseguirlo. Confusa por tanta duda, hago “zapping” en YouTube. Me dejo guiar por su publicidad. Ay, amiga, eras tú aquella a la que la vida no le arrollaba. En fin, todos tenemos contradicciones. Abro el primer video que ofrece la plataforma. Es un hombre que asevera contactar con el propio Dios. Su mensaje es claro: Dios dice que seamos buenas personas. No profundiza más, sigue dando vueltas a la misma frase. Buenas personas ya somos casi todos, ¿no?, con algunas equivocaciones, pero, claro, hay que verse en las circunstancias de cada uno. Cierto que algunos de aquellos que no llegan al “casi” son bien detestables. Paso al siguiente video. Ya entramos en algo más complejo, es una clase de Kabbalah, con meditaciones de letras. Intento meditar. Tengo que luchar conmigo misma para no recordar a aquel hombre repitiendo que hay que ser buenas personas. Al fin me centro y cierro los ojos. Irrumpen en mi mente unos rostros con la cruz de San Andrés. Esto es raro, pienso, abro los ojos y cambio de tercio, no se me vaya a ir demasiado la olla. El tercer intento me lleva a algo realmente inquietante. Un individuo está relatando todos los tipos de reptilianos que existen. Les confieso que no tengo ni idea de ese tema. ¿Pero no tenemos todos un ADN similar? Este hombre lo tiene todo muy claro. Comienza a hablar de Egipto. Según dice allí se conocían algunos individuos de dicha maldita genética. Mi cabeza vuelve a irse. Pienso en las pirámides. Una estructura magnífica pero demasiado pesada para volar. Me las imagino de otro modo, capaces de crear una energía que torne su material en flexible y se queden planas, unidimensionales, en un papiro. El hombre explica cómo reconocer a un reptiliano…quizá todos podamos ser reptilianos, solo hace falta una mera composición en nuestra fotografía. Me inquieta ese tema, de verdad, no molaría tener piel de serpiente. La serpiente ¿es prudente o astuta? Madre mía, qué lío tengo en la cabeza. Cierro el móvil, recuerdo que es hora de cenar. Me voy al frigorífico cojo una Estrella Galicia y unas buenas aceitunas. Esto sí es una autoayuda del mejor nivel.