Ella vivía en el mundo de los sueños
para no lamerse el dolor
que deja el hielo derretido sobre los ojos.
Ella veía los sonidos
y aprendía su tacto.
La emperatriz de fantasía
sobre los colores de sus lunas.
Él bendecía sus mitos
y la pureza de su mirada.
Ella reía,
incesantemente,
dando fuego a la estancia.
La amaba,
la amaba tanto
que, cada madrugada,
pintaba de púrpura sus ventanas
para que despertase,
cada mañana,
en un nuevo paisaje de sentidos.

