
Nunca me gustaron los poemas
que comienzan con la palabra espejo.
Siempre es traicionero reflejar la imagen propia
en un pequeño artilugio de obsidiana.
Su sangre volcánica no olvida,
que un día fue fuego, magma, fuerza
para arremeterse desde dentro.
El pequeño artilugio nos traiciona,
revelando algo más que la fisonomía,
por mucho que maquillemos las palabras.
Y, sin embargo, hoy quiero hablar de espejos,
de esos espejos cóncavos, redondos,
que hiperbolizan nuestras manos,
concentrando la luz para agrandarnos.
Del espejo convexo de la abuela,
abarrotado del tiempo transcurrido
entre manchas negruzcas y otras pardas
para dispersar los haces de luz,
sin que nadie pueda reflejarse por entero.
Curiosa alegoría, nunca somos nosotros
cuando pretendemos auto- reflejarnos.