Sueño naranja

Mi mirada se hace tapiz

de colorido hilo,

un puerto cualquiera,

quizá, mejor, exótico,

donde el error generativo

multiplica las barcas

en mis manos.

La trampa es atraparse

festejar la alacena,

los lugares comunes,

donde todos tenemos

un trocito de invierno.

Por mucho que quiera

dibujarte un beso,

no es nada sencillo

cuando se pierde el alma

y se desnuda el sueño.

El festín de los muertos

Alejandro siempre había sido escéptico y crítico con los fenómenos paranormales. No creía en fantasmas, ni en adivinos, ni en médiums. Siempre decía que solo las mentes débiles se sugestionan. Por eso, cuando su novia le regaló una sesión con una médium por su cumpleaños, se sintió realmente molesto.

– Sabes que todo esto me desagrada – dijo Alejandro al conocer su regalo.

– Una sorpresa, algo que no esperabas – indicó su novia con una sonrisa -. Sé que no crees en estas cosas, pero pensé que podría ser divertido y diferente. La médium se llama Lucía y dicen que es muy buena. Puede conectarse con los espíritus de tus seres queridos que ya no están.

– ¿Y para qué quiero yo eso? – replicó Alejandro con sarcasmo -.  ¿Para qué me echen la bronca por no haber llegado al funeral de mi tía abuela Mary? Para eso ya está mi madre.

– Vamos, no seas así – insistió su novia -. No tienes que tomártelo en serio. Solo es una experiencia. Además, quizás te sorprendas y descubras cosas que no sabías. ¿No te gustaría saber más sobre tu familia, por ejemplo?

– No, la verdad es que no – contestó Alejandro -. Mi abuela me contó que mi bisabuelo discutió con todos sus hermanos por una herencia y se dejaron de hablar. Cuando estaba muy grave, ella los llamó uno por uno pidiéndole que vinieran a visitarle, que su padre solo pedía verlos aunque fuera un minuto antes de morir. No acudió ninguno. No quiero saber nada de ellos.

– Bueno, pues entonces piensa que es un juego – propuso su novia -. Un juego de misterio, de intriga, de suspense. ¿No te gustan esas cosas?

– Sí, pero prefiero las películas o los libros – dijo Alejandro -. Esto me parece una tontería y una pérdida de tiempo. Y de dinero, porque seguro que la médium no es barata.

– No te preocupes por el dinero – dijo su novia -. Yo lo he pagado todo. Creo que valdrá la pena. Lucía tiene muy buenas referencias. Ha salido en la tele, en la radio, en las revistas. Tiene mucha demanda. De hecho, tuve que reservar con meses de antelación. Así que no me vengas ahora con que no quieres ir. Ya está todo arreglado. La sesión es mañana por la tarde. Te espero a las cinco en su consulta. Y por favor, sé educado y respetuoso. No quiero que la ofendas ni que la hagas sentir incómoda.

– Está bien, está bien – cedió Alejandro -. Iré, pero solo por complacerte. Pero te advierto que no me voy a creer nada de lo que diga. Y si me aburro o me canso, me voy. ¿De acuerdo?

– De acuerdo – dijo su novia, dándole un beso -. Te quiero, mi escéptico favorito.

Al día siguiente, Alejandro se presentó en la consulta de Lucía, una casa antigua y sombría en el centro de la ciudad. Su novia le estaba esperando en la puerta, con una expresión de ilusión y nerviosismo.

– Hola, cariño – le saludó -. ¿Estás listo?

– Sí, supongo – dijo Alejandro, sin mucho entusiasmo -. Vamos a ver qué nos cuenta esta señora.

– Ven, te presento – dijo su novia, cogiéndole de la mano y entrando en la casa.

La médium les recibió en el salón, donde había una mesa redonda con un mantel azul celeste bastante arrugado, unas velas y unos inciensos. Lucía era una mujer de unos cincuenta años, delgada, con el pelo negro recogido en un moño, ojos oscuros y penetrantes. A Alejandro le sorprendió su vestimenta poco extravagante. Esperaba que fuera una mujer con el pelo verde y túnica de terciopelo. Pero nada de eso, ella llevaba una bata de lunares blancos y negros, con un cinturón rojo marcando su cintura y unos mocasines rojos.

– Bienvenidos. Soy Lucía. Me alegro de que hayan venido. Estoy segura de que esta sesión será muy especial para ustedes. ¿Son pareja, verdad?

– Sí, somos novios – contestó la novia de Alejandro -. Yo me llamo Laura y él se llama Alejandro.

– Encantada de conocerlos – dijo Lucía con una voz grave -. Siéntense, por favor. ¿Han venido alguna vez a una sesión de mediumnidad?

– No, nunca – dijo Laura -. Es la primera vez. Estoy muy emocionada.

– Y yo muy aburrido – pensó Alejandro, pero no lo dijo en voz alta.

– Bueno, pues les explico cómo funciona. Yo tengo el don de comunicarme con los espíritus de las personas que han fallecido. A través de una meditación puedo ver sus rostros, escuchar sus voces y transmitirles sus mensajes. Ustedes pueden hacerles preguntas, si quieren, o simplemente escuchar lo que tienen que decirles. ¿Hay algún espíritu en particular con el que quieran contactar?

– Pues la verdad es que no – dijo Laura -. No se me ocurre nadie. ¿Y a ti, Alejandro?

– A mí tampoco – contestó Alejandro -. No tengo ningún interés en hablar con los muertos. Prefiero a los vivos.

– Bueno, no pasa nada- afirmo Lucía con una voz más dulce, tanto que parecía impostada-. Los espíritus se presentan solos cuando quieren comunicarse. A veces son familiares, amigos, conocidos, o incluso desconocidos. Lo importante es estar abiertos y receptivos a lo que nos quieran decir. ¿Están preparados?

– Sí, claro – dijo Laura, asintiendo con la cabeza.

– No, pero bueno, yo solo estoy aquí por Laura – explicó Alejandro, encogiéndose de hombros.

Lucía apagó las luces, encendió las velas y los inciensos, puso sus manos sobre el mantel celeste y comenzó a observarlas fijamente. Alejandro y Laura la miraron con expectación, aunque con distinto grado de credulidad.

– Veo una luz – dijo Lucía, cerrando los ojos -. Una luz blanca y brillante. Es un espíritu que quiere comunicarse con nosotros. ¿Quién eres? ¿Qué quieres decirnos?

– ¿Qué es lo que ve? – preguntó Laura, ansiosa.

– Veo un rostro – aclaró Lucía, abriendo los ojos -. Un rostro de hombre. Es mayor, tiene el pelo canoso y la barba larga. Lleva una túnica blanca y un sombrero de ala ancha. Tiene una expresión seria y severa. Me mira fijamente y me habla. Dice que es hermano del bisabuelo de Alejandro. Que se llama Fernando. Que fue un gran mago y alquimista. Que tiene un mensaje muy importante para Alejandro. Que le escuche con atención, porque es su última oportunidad de salvarse.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, sorprendido y confundido -. ¿ Fernando? ¿Mago y alquimista? ¿De qué está hablando? En mi familia, según creo, nadie se llamó Fernando, ni hubo ningún mago. Si dice ser hermano de mi bisabuelo será un demonio. Esto es una broma, ¿verdad?

– No, no es ninguna broma – dijo Lucía, con seriedad -. Es la verdad. El espíritu de su antepasado Fernando está aquí, en esta sala, y quiere hablar. ¿No lo siente? ¿No lo ve?

– No, no lo siento ni lo veo – contestó Alejandro, enfadado -. Yo lo único que siento es que me está tomando el pelo. Esto es una farsa, ¿verdad? Usted y mi novia me han tendido una trampa. ¿Para qué? ¿Para reírse de mí? ¿Dónde está la cámara? Es una broma, una cámara oculta, ¿no?

– No, no es ninguna broma – dijo Laura, con preocupación -. No hay ninguna cámara oculta. Te lo juro.

– Pues entonces, Lucía es una mentirosa – afirmó Alejandro -. Una mentirosa y una estafadora. Que se inventa historias para engañar a la gente y sacarles el dinero. ¿Cuánto le paga mi novia por este numerito? ¿O cuánto me va a intentar sacar a mí por esta farsa?

– No soy una mentirosa ni una estafadora – dijo Lucía, con indignación -. Soy una médium auténtica y respetable. No me invento nada. Solo transmito lo que los espíritus me dicen. Y el espíritu de Fernando está muy enfadado. Dice que usted, Alejandro, es un incrédulo, un ignorante, un irrespetuoso. Que usted no sabe nada de su pasado, de su sangre, ni de su destino. Ha desperdiciado su vida y ofendido a su familia. Les ha deshonrado y ha provocado su ira y su maldición. Que ya no hay vuelta atrás. Esta noche se presentará en su casa, vestido con su túnica, y le hará pagar por tus errores. Sufrirá las consecuencias de su desdén y caerá sobre usted la desgracia.

– ¿Qué? – exclamó Alejandro, asustado y confuso -. ¿Me está amenazando? Esto no es normal, no lo puedo consentir. ¿Qué desgracia ni qué maldición va a caer sobre mí? Esto es impresentable.

– No lo sé – respondió Lucía, con frialdad -. No me lo ha dicho. Solo me ha dicho que se lo dirá él mismo cuando le visite esta noche. Que usted es un soberbio incrédulo.

– Y usted es una loca – dijo Alejandro, muy enojado -. Esto es una farsa indecente. Vámonos de aquí, Laura. Vámonos ya. No me gusta esta casa ni esta mujer.

Alejandro se levantó de la silla, cogió a Laura del brazo y salió corriendo de la casa. Lucía los siguió con la mirada, con una sonrisa maliciosa.

– Adiós, Alejandro – dijo Lucía, en voz baja -. Nos vemos esta noche. Fernando te espera. Y no viene solo. Viene con todos los que te han precedido, los que te han querido, pero también los que te han odiado, con todos los que te han creado y los que tú has sido.

Esa noche, Alejandro tardó en quedarse dormido. Era una locura, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen de su supuesto antepasado Fernando, el mago y alquimista, vestido con una túnica, visitándolo en su casa. Y mientras daba vueltas y vueltas en su cama, escuchó un fuerte ruido en el salón, como si algo se hubiese caído. Alejandro encendió la luz y miró el reloj. Eran las tres de la mañana. Era todo muy extraño. Se oían pasos rápidos y agitados, voces, risas, aplausos. Y música. Parecía una fiesta.

Alejandro se asomó a la puerta del salón, con curiosidad y temor. Lo que vio le dejó sin aliento. Estaba lleno de gente. De gente extraña. De gente antigua. De gente familiar. De gente muerta. Allí estaban sus abuelos, sus bisabuelos, sus tatarabuelos, y así sucesivamente, hasta perderse en el tiempo. Todos vestidos con ropas de época, de diferentes estilos y colores. Todos sonrientes, alegres, divertidos, bailando y cantando alrededor de un hombre con túnica blanca y sombrero de ala ancha. Era él, el mago y alquimista, el que se había presentado a la médium. Alto, de complexión fuerte, con el pelo canoso y la barba larga. Tenía una expresión seria y severa, pero también bondadosa y sabia.

– Hola, Alejandro – le dijo el espíritu, con una voz grave y profunda -. Soy Fernando. El mago y alquimista. El que te ha traído aquí.

– Hola, Fernando – contestó Alejandro, con una voz temblorosa y débil -. Perdón si te he ofendido esta tarde.

– No tienes que pedirme perdón, Alejandro – sonrió el espíritu -. No me has hecho nada malo. Solo has sido un poco incrédulo. Pero eso no es culpa tuya. Es culpa de tu educación. De tu época. De un mundo que ha rechazado el misterio.

– ¿Qué quieres decir? – preguntó Alejandro, con curiosidad y confusión

– Quiero decir que hay otra realidad, Alejandro – aseveró el espíritu, con seriedad y pasión -. Una realidad que no ves, pero que existe. Tú no la aceptas ni la buscas, pero te afecta y te encuentra.

– ¿Qué realidad es esa? – preguntó Alejandro, con asombro.

– La realidad de la magia, Alejandro – dijo el espíritu Fernando, con orgullo y emoción-. La realidad de la alquimia,  del conocimiento y el amor. Una realidad que es de todos, mía, tuya y nuestra.

– ¿Nuestra? – dudó Alejandro.

– Sí, nuestra – dijo el espíritu, con cariño y ternura -. Nuestra, porque somos familia. Nuestra, porque somos sangre. Somos destino y somos uno. Has crecido creyendo que la familia se rompió, que como no nos hablamos estando vivos, por ser unos egoistas y estúpidos, todo lazo de sangre quedó contaminado. Y eso no es así, cuando se transciende, todos volvemos a ser hermanos. Todos nos comprendemos y nos amamos. No hay nada que lamentar, ni que llorar, ni que perdonar. Somos uno, Alejandro.

– ¿Somos? – preguntó Alejandro, con miedo y esperanza.

– Sí, somos – dijo Fernando, con alegría -. Somos lo que fuimos, lo que tú eres, y lo que seremos a través de tus descendientes.

 Fernando abrazó a Alejandro, y le dio un beso en la frente. Alejandro pudo sentir el tacto de la piel del espíritu, como si fuera de una persona real. Percibió su calor y se sintió libre, mago, alquimista, se sintió él y todos.

 Empapado de sudor, con las sábanas prácticamente mojadas, Alejandro se despertó sobresaltado. Eran las cuatro de la madrugada. Fue solo un sueño, pensó. Nunca hubo un antepasado llamado Fernando, mago y alquimista. Sin embargo, ese sueño, como reacción a las palabras casi amenazantes de aquella mujer que decía ser médium, cambió su forma de ver las cosas. Había mucha sabiduría en el espíritu Fernando, fuera o no real. Y a partir de dicho día abandonó el rencor con el que había crecido. Había días que, incluso, dudaba que hubiera sido un sueño. Al fin y al cabo los muertos no tienen por qué conservar su nombre ni su forma, quizá fueron antes muchas personas diferentes. La médium era una farsante, pero sus palabras abrieron sus ojos y el corazón. Quizá lo que percibimos como real es relativo y  las discordias pasadas, por qué no, se pueden borrar de un plumazo si uno recuerda a los suyos con los ojos del amor. Al fin y al cabo todos eran él y él era todos.

Quiero

            Quiero momentos pequeños

             en los que aparcar el tiempo

             en el regazo de las olas.

             Pero mentiría si dijera

             que las cosas pequeñas son las únicas

              que mueven mis sentidos.

             Quiero momentos grandes, rompeolas,

             el viento que al reloj pone de vuelta

             desgobernando los minutos.

            Quiero aquellos sencillos gestos

            que hacen apacible mi regreso

             y adornan el mensaje de futuro

             con un bosque de besos.

             Pero mentiría si dijera que me basta

             con una ruta de pequeños pasos

             o el débil sonido del café caliente.

              Quiero saltar la ventana de los días

              y empaparme del agua de la lluvia

              la huella del fractal que nos conecte

              quebrando las fronteras.

              Quiero, sin duda, demasiado…

              aunque confieso

              que como todas

               me aferro a los buenos momentos

               y sueño….

A veces eres tú el sueño entero

A veces los sueños tejen hierba fresca

de intensos verdes devotos de tu nombre

que en suaves hojas del aire vespertino

diría que semejan tu sonrisa.

Y a veces como un soplo o una brisa

nos devuelven al saco vitelino

anáfora del personal pronombre

vasija ignota de primigenia bresca

que alfombra el subconsciente de tu luna.

La noche ya es tan clara como el día

o a veces soy yo quien los aúna.

La noche es tan etérea, sutil y tan liviana

que no quiere llegar a ser mañana

para no perder el sueño que rocía

el verbo amante que el beso deshilvana.

A veces eres tú el sueño entero

del caudaloso amor que en mí asoma

y en las tardes de desmedido aroma

despiertas ese beso que yo espero.

El sueño

Dentro de mí percutían unos versos abruptos. Sentía dolor e impotencia. Mi imaginación, sin embargo, me llevó por otros derroteros.

He visto una mujer alada, de sonrisa apacible y armoniosa. Una mujer de piel brillante, traslucida como un espectro, bendecida por el torrente de las aguas.

— Vengo a hablar por todas para todas — dijo.
Su voz apaciguaba mis oídos, era calma, tan cálida, como una estrella.
— No temas, no vengo a anunciar mares apocalípticos, ni hablar de dogmas ni ausencias. Habitaré vuestros sueños hasta que despierten las palabras de los árboles.
Mi dolor percute como un fuego extraño y la gravedad se oculta en el paisaje. Todo flota. La materia es elástica, como una goma espuma. La miro y todo se recompone.
— No dejes que el dolor te paralice. Escucha, no hay nada sincero en este viento maldito que acobarda las murallas de la tierra. Los tambores de guerra rezuman por dentro, están podridas las trompetas de la ira.
— El príncipe de la mentira ha usurpado el trono desde el comienzo de los tiempos — dije.
— Los hombres, han sido los hombres, aquellos que se regocijan del sacrificio de la sangre ajena. Recuerdas, esos templos con cimientos bañados por la sangre inocente. Ese olor maldito, con muchos nombres, bajo muchos cuentos. Son los hombres. La luz no precisa de sangre para regalarte sus ráfagas generosas.
— Pero tú no eres humana…
— La piel que tu vistes lleva un sello de olvido y debes desasirlo de tu ropa. Mira…
Su mano ligera me señala un árbol. Y se abre su copa como si fuera un abanico. En ella veo una hoguera, gritos, el dolor de inocente. Veo gente alrededor, mucha gente.
—¿Quién si no es un depravado puede presenciarlo?
— Respira — me dice —Y toma aire.
Me trago el fuego como si fuera un faquir. Y se pegan pedazos del tiempo. Las quemadas alcanzan la indulgencia del agua, renaciendo entre cenizas.
— Reconforta poder hacer eso, pero quién podría…
— No preguntes con los ojos clavados en la estaca de los vampiros de sueños. Eres mujer, rebelde, manzana y universo. Nuestro útero es un maravilloso ejemplo de esa vertebral formación. No dejemos que nuestros hijos pasen por el fuego de ningún dios humano, de ningún poderoso. Ya comimos el fruto de la ciencia. Ahora vamos por el árbol de la vida. El custodio es solo un holograma, porque el verdadero fruto lo tenemos dentro.

No se trata de ser inmortal, pensé. Se trata de ser rebelde a toda violencia. Y siguió el dolor percutiendo versos abruptos, pero fuertes en rebeldía.

Luminarias

Ellas son blancas luminarias,

sin porte de guerrera,

ni más pretensiones,

que no despertar de un sueño

y danzar sobre lagos infinitos

de aguas cálidas y suave orografía.

Ellas han desertado,

de los viejos imperios de la luna,

del narcisismo del sol,

de la constante contienda

del día y la noche entre sus ojos.

Por muchas conjunciones de planetas,

ellas no precisan escudo,

y su futuro lo escriben cada tarde,

alejadas del ruido de las ánimas.

Mi poema es hoy su mariposa,

que me reta a romper los pentagramas

e irrumpir en indisciplinado oleaje,

para bendición de mis pies.

No llevarán más rosas a su tumba,

ni tendrán más nostalgia de sí mismas.

Tampoco lavarán de nuevo ropa blanca,

para vestir el solsticio

con la bienvenida del verano.

Han desertado y son libres

del cielo y el infierno,

de la imposible cópula,

entre las raíces veneradas

del árbol prohibido y no accesible.

 Ellas son quien portan

el espejo roto y la manzana.

Y yo hace tiempo que decidí romperlo,

pisando

un racimo de uvas en septiembre.

Y desde entonces,

las noches de verano

bailamos sobre un arcoíris

sin ropa del olvido,

sin vestido,

y ya no sé si, a veces, yo soy ellas

y ellas, a veces, son yo…

No te extrañes,

si no quiero despertarme a la mañana

y seguir soñando hasta la noche…

Sueño de amor

                       Cuando decidí ordenar mis poemas de amor bajo un alfabeto, en un alfabeto para amarse, lo hice de manera improvisada y no emulando, lo confieso, la decisión de otros poetas. Aun así, luego cuando ya estaba publicado, Un aflabeto para amarse, recaí en la lectura de la obra de un poeta, jurista  y político ecuatoriano del XVIII/XIX, que gustó del mismo criterio para ordenar su consejos en forma de verso en su Alfabeto para un niño.  Yo aquí homenajeo a Olmedo  en su dimensión como poeta. De la vida, hace tiempo y por muchos motivos, lo que más me interesa es lo que esconden dentro las personas y por ello la poesía.  Hoy retomo como base un poema de José Joaquín de Olmedo, llamado un sueño, y escribo este poema, que se lo dedico y espero le llegue, entre los pliegues de las dimensiones de los tiempos.

 

Saber puedes las veces que te amo,

las veces que recuento nuestro sueño,

y aquellas otras tantas que despierto,

maldiciendo,

la luz del día, la torre, la mañana,

la historia que no fue, que era soñada

y me quedó pegada en la mirada.

 

Sueño

 

No siempre fue ella

en blanca tez

sobre la curva de sus identidades

desconcertando al agua

en las coordenadas de los sueños

 

No siempre fue él

incorporándose

salvaje melodía siempre inquieta

entre los rostros que todavía restan

 

 

Dime, tú, si tú pudieras

comprender las dimensiones

de la dama que nace sobre el lago,

si tus ojos,

hubieran amanecido tecleando

sus inspiraciones,

si tú fueras,

aquel a quien  busca el mensajero,

quizás,

ya hubieras tenido este sueño

Pesadilla

Hay veces que  me siento temblar

Inapreciable e invisible

sobre el extremo de una cuerda

indivisible con mis pies

No me caigo

sostenida en el sueño

 

El aliento del precipicio

provoca un escalofrío sobre mi nuca

la alerta del abismo

No tengo más cuerdas

Pesadilla