
Ella había alcanzado una edad
en la que ya no se desean tormentas
sino primaveras.
Su pelo delicadamente gris
iba formando vetas
de colores,
rebelde a la monocromía.
Él buscaba un bálsamo
para su soledad.
Cuando la conoció
entendió le era accesible,
un buen arreglo,
para su trasnochada imaginaria.
Y desempolvando sus artes
de conquista, pretendió besar su mano,
mientras le decía guapa.
La mujer depositó suavemente
sus lentes sobre la mesa
y le miró fijamente,
como se mira a los impostores.
No, gracias.
No quiero conocerle.
Quien desconoce las profundidades del océano
no puede resultar buen navegante.