¿El éxito que buscas es realmente lo que quieres? ¿En cuánto dependes de lo que te han dicho que debes ser o hacer? ¿Cuántas veces eso te ha llevado a la ansiedad? ¿Cuántas a hacerte daño buscando cualquier placebo en algo nocivo para ti? ¿Cuántas a querer huir, sin más, o desbordarte? Si buscas una fórmula mágica, no encontrarás más que tretas. Si quieres el código, te harás una persona conveniente. Pero en la inconveniencia esta el camino para tu auténtico propósito. Y eso no le gustará a los que se benefician de que las cosas sean así; no serás sumiso ni dominable. Pero por qué ha de importarte, es tu vida . Tú decides.
Escucha el cántico de los terapeutas, el que sostiene con la letra más pequeña y minúscula la paz interna.
Os comparto un poema sobre una visión más amable de la contemplación, buscando en esta actitud lo positivo que puede servirnos de herramienta, algo que no siempre, confieso, he comprendido.
Llevo una hora intentando que el chat de Bing GTP 4 me escriba un soneto correcto. Pero si algo ha aprendido la IA, en todo ese rato, es a justificarse de sus propias mentiras. Primero me hace un poema con cuatro cuartetos y me intenta convencer que lo ha hecho con tres. Luego hace un poema con 14 de versos, pero nada de endecasílabos. La medida no es lo suyo, algunos tienen siete, otros tienen ocho. Le advierto su error y me dice: perdona, no sabía que lo querías con endecasílabos. Finalmente he intentado corregirle sus rimas infantiloides, amor/ color/flor…y le he pedido una rima más compleja. Pero no sigue las instrucciones correctamente. No obedece y me dice que el arte es para disfrutar, no para competir.
Desde luego, el chat de Bing, inteligente…para algunas búsquedas lo será, pero gracioso sí es…
Me cansé de darle clase, porque es un poco obstinado.
Annie Ernaux me conquistó hace años con su mujer helada. Esa prosa dinámica, fluida, que deslizaba maravillosamente una trama intimista, que se abría, sin abandonar el pulso lírico, a los extremos cotidianos de la realidad. Su ritmo propio abría mis sentidos, donde cada frase descansaba en un acorde sinfónico, que hablaba desde dentro. Hoy he leído, antes no lo había hecho, Pura Pasión. Tan intenso como breve, una historia que te deja en el deseo, no menos obsesivo que la pasión carnal, de prolongar su lectura, aunque se hayan terminado las páginas. Sí, me gusta de Ernaux su magnífica prosa, pero también me gusta Annie, la Annie que destapan sus páginas y que se atreve a mostrarse sin fisuras en todas sus versiones y oscuridades. Siempre dije que no me gustaba la poesía ni la prosa intimista y llevo años enamorada literariamente de una escritora intimista.
Y me preguntó ahora, cuando llevo casi dos meses sin tocar el teclado debido a una enfermedad intestinal que parece ya me abandona; digo, me pregunto, si yo sería capaz de hacerlo, de narrar, para mí, situaciones personales y libremente decidir publicarlas. Siempre se dice que en toda narración el autor deja algo propio. Puede que sea así, más bien muy maquillado, muy oculto, muy desde fuera. Lo que es cierto es parte de ti es tu propio tempo, tu ritmo. Ese no engaña. Y el de Annie es uno de los que más me gusta.
Después de meditar la pregunta, creo que no. No sería capaz de soltar mi propio yo, como se suelta un personaje, con la libertad de poder llegar a cualquier parte, a cualquier recoveco sin que asome ese no lo cuento o no caer en la tentación, como humanos que somos, del propio engaño de la memoria. La memoria se construye y algunas veces entre el recuerdo y lo vivido hay matices añadidos que cobran cada vez más vida, cuanto más los observamos.
Estos días de enfermedad no escribí poesía. No escribí nada. También deje de estudiar. Dejé de meditar. Dejé de pensar en la mística. El dolor era el protagonista del día. Cada ruido del cuerpo, cada síntoma. Podríamos decir que el dolor era como el señor A. El que venía y se iba, aunque yo no deseara su regreso. Me vestía para él, todo me pesaba, me molestaba, me apretaba, por mucho que fuese perdiendo kilos. Compré pijamas anchos, ropa holgada, cuanto más mejor. La colección de pastillas tenía el lugar privilegiado que antaño ocupaban los libros. Fue un dolor intenso, pasajero espero, confío en su no regreso. ¿Pero era tan importante? Sin duda, como un proceso cualquiera. La importancia estriba que el primer aviso que te da el cuerpo, diciéndote a gritos, debes parar, se toma como un retroceso. ¿No puedo seguir con mi vida? Te obliga a detenerte, a saberte mortal, a someterte a pruebas con la incertidumbre de si saldrá algo peor, y no solo por enfrentarse a ello, también por ser conocedora de que ese dolor sordo, mudo, continuará siendo protagonista, deteniendo la vida. Y lo que es más aterrador, por mucho que he indagado no he hallado todas las respuestas y jamás lo haré como limitada y humana. Asumir ese proceso es ser consciente de la limitación. Lo somos siempre en el concepto, pero no tanto en la práctica. Y en esto, como en la pasión carnal, como Annie con su Sr. A, todo se desbarata. Hay un lugar para asumir que la corriente fluye y que, como toda pasión, la emoción desboca porque pretendemos tener el control.
La pasión es algo adictivo. Quién no quiere vivirla. Quién no quiere suspirar cada día por esa mirada buscada, ese roce, esa hipérbole propia, donde hay más de uno que del otro, como un espejo. Y a la vez qué mortífera cuando es el centro de la vida. Lo único en que se quiere pensar. Esa isla donde perderse y no hallarse. Y qué cruel cuando se acaba de cuajo, o nosotros mismos la acabamos, porque ya no somos hipérbole, somos ojos detenidos en la realidad. La idolatría también nos despoja, mas hay algo penetrante en el abismo.
Y, aun así, una de las cosas más grandes que te puede dar la vida, es esa pasión al límite, ese deseo interminable que, convertido en la razón de tu existencia, te invita a proyectar respuestas en la existencia del otro. No hay nada más cálido que un beso, eso sí, apasionado e intenso, casi de vampiro.
Feliz lunes. Me abandonó el dolor intenso. Puedo abrir una nueva página. Creo que imaginariamente completaré en Pura Pasión las páginas que me faltan.
Esta pequeña entrada no tiene ningún ánimo de ser exhaustiva ni científica, sino una mera reflexión del uso de unas expresiones que nos atan a la duda. A mí particularmente me agrada introducirlas en los poemas, pero no veo igual su conveniencia para proyectar un deseo futuro.
La palabra Ojalá, según los estudiosos, viene del árabe y significa más propiamente no “si dios quiere” (aunque la RAE lo dice así) sino “si dios quisiera”. Enraíza en el subconsciente como una potencialidad, que no asumimos todavía como real y en algún caso también la interiorizamos como imposible. Ojalá pueda ir a tu fiesta, al final quiere decir que probablemente no podré ir, o ya sé firmemente que no puedo ir “ojalá pudiera ir a tu fiesta”. Si yo digo “ojalá apruebe el examen” mando a mi subconsciente un mensaje sobre que dicha posibilidad todavía no la asumo como real, es decir no le estoy diciendo a mi mente que sucederá de forma firme.
Si ojalá asentaba el futuro incierto en la voluntad divina, quizá tiene sus raíces más cerca de nuestra conveniencia propia. Quizá no pueda ir a tu fiesta, nos permite vislumbrar que el deseo de no ir (por mí). Quizá no apruebe. Yo estoy ya dando por hecha mi propia limitación. El uso de este adverbio para expresar cómo deseamos el futuro puede mandar al subconsciente un claro mensaje. Quizá nos vaya bien en el futuro. Por mi bien, nos tiene que ir bien en el futuro. Quizá apruebe el examen, por mi bien he de aprobar el examen. No dejamos de situar el foco fuera, es decir deseamos que suceda algo por nuestra conveniencia (por mí) pero aun su realización la vislumbramos como algo externo. Si no sucede, el bien ha caído en mal y nuestro pequeño yo en desgracia.
La conjunción adverbial tal vez es, para mí, la que ofrece más dudas. Tal vez apruebe, es como depender del azar. Puede que apruebe.
Con la primera dejamos todo en manos de la divina providencia, pero al usarse en la expresión de deseos u objetivos personales, no referido a la aceptación de la voluntad divina en su sentido espiritual, resultará complicado el universo te sea propicio si no hay acción propia. Con la segunda lo ligamos a nuestra propia conveniencia, por lo que igualmente la finalidad egóica, pero carente de determinación, perturba la energía de la proyección; y con la tercera, dejamos el futuro al azar, quedándonos sometidos al caos propio de este mundo; lo que algunos denominan astral. Es como decir que la vida me arrolle.
Ni ojalá apruebe, ni quizá apruebe, ni tal vez apruebe, sino aprobaré. En una visión desde el presente, yo estudio, yo estoy centrando en el examen, yo aprobaré.
Mi subconsciente digiere mi determinación al avance. Y cuando llegué el día, no unirá el acontecimiento a la sensación de duda, mandándome mensajes contradictorios que pueden poner palos en las ruedas para encaminarme a mis objetivos.
Juana era la mujer de su vida. Siempre alegre, sonriente, llevaba el optimismo en los genes. Justamente lo que a Luis le faltaba, que era un hombre tímido, callado y con aspecto triste. Cuando se casaron pensó que sería para toda la vida, ¿quién no querría pasar toda la vida con Juana? Eran muy jóvenes y tuvieron que afrontar muchas dificultades, dos sueldos escasos, dos hijos y muchas facturas. Pero eran felices sin necesidad de viajar al extranjero o pasarse el verano en una playa paradisiaca. Ellos se conformaban con un paseo matutino por el Retiro y tomar un agradable aperitivo en una terraza.
Luego vino la adolescencia de los muchachos. Lo cierto es que no salieron buenos estudiantes. Muchas discusiones. Ella más blanda con sus debilidades, él decepcionado porque hubiera anhelado aprovechasen la posibilidad de estudiar, algo que Luis no había tenido.
Con el tiempo, los jóvenes díscolos se hicieron hombres y se buscaron la vida en Londres, haciendo cosas que ni Juana ni él entendían mucho. El mayor, se dedicaba al tatuaje. Quién iba a pensar que hacerse tatuajes se iba a poner de moda. Llevaba la cabeza teñida de color amarillo, como si quisiese ser un pollo. Eso le ponía enfermo, pensaba que hacía el ridículo y todos los ingleses se iban a reír de él, pero Juana siempre decía que ellos eran viejos ya y no entendían la vida de hoy. El pequeño trabajaba en una empresa haciendo uñas artificiales de diseño. A la gente joven le gusta llevar dibujos de bosques y de lunas en las uñas. Luis pensaba que era un trabajo poco masculino, pero su Juana siempre le recordaba que era un anticuado. Ella decía que era un sexista. Qué palabreja, pensaba, para recriminarle que era un poco machista y trasnochado.
Aun así, eran felices, bastante felices, lo eran…
Luis se seca las lágrimas cuando recuerda esos momentos. Ahora no lo eran. No sabe cómo ni por qué un día su Juana se levantó con mal pie y comenzó a quejarse por todo, que si nunca le había hecho un regalo, que si no era detallista, que si iba siempre a lo suyo, que si…Una larga retahíla de reproches, tan grande como el universo. Él al principio contestaba y surgía una discusión cada vez más dramática. Luego pensó en callar y otorgar. Así que un día llegaba con una rosa, otro día con una caja de bombones… Pero a su Juana nada agradaba. Y comenzaba la lista de los que si…y que si…
Desistió, quizá por su orgullo, y optó por no hacer nada. Y eso, hoy piensa, fue la peor decisión que pudo haber tomado, porque Juana se ponía como una energúmena. Se había ido aquella sonrisa de todos los días, las bromas, los besos a escondidas de los niños. Todo se había esfumado de repente, hasta los niños. La casa ahora era un lugar inhóspito, donde solo Nicolás, el perro caniche que había adoptado, parecía recibirle con agrado.
El lunes pasado perdió la cabeza. En una de esas ya rutinarias trifulcas la insultó, le dijo de todo, lo que pensaba y lo que no pensaba. Se asustó de su propio comportamiento. Él siempre había sido un hombre prudente. Por lo que ahora estaba en una consulta de psicología.
—¿Qué pensó Juana cuándo usted la insulto? —preguntó el psicólogo.
—No lo sé, supongo que pensó que era un ser despreciable. Bueno, creo que eso ya lo pensaba. En realidad, ella se rio.
—¿Se rio?
—Sí, a carcajadas.
—¿Usted siempre ha sido feliz con Juana?
—Sí, mucho. Yo querría que volviera todo a ser como antes.
—¿Y sabe usted lo que piensa Juana?
—Pues que soy un mal marido…Eso es lo que dice, ¿no?
—Yo se lo pregunto a usted. ¿Es usted un mal marido?
—No sé, habría que preguntárselo a Juana.
—Y si yo le contase que su Juana es la misma de siempre, la mujer sonriente y optimista, y que lo que usted está viendo no es ella. ¿Se lo creería?
—Me dice que estoy loco. Eso, no. Lo que estoy contando es una verdad como puños. No sé cómo agradarla.
—Ha oído hablar de la ley del espejo…
—¿Qué espejo? En casa tenemos muchos.
—No, me refiero a otra cosa. Lo que a usted le está llevando a un infierno, también es parte de usted mismo.
—¿De mí mismo? Claro, no sé cómo agradarla.
—No, no hacia ella, sino hacia dentro. ¿Sabe usted como agradarse?
—¿Agradarme a mí? ¿para qué? Yo me conformo con poco. Bueno, con ver a mi Juana feliz.
—Pues eso es el problema. Su Juana también se conforma con poco…
—¿Con poco? Si le compro regalos, no le gusta. No quiere flores, no quiso ni un anillo de oro blanco, que mis cuartos me costó en la joyería…Yo no sé lo que quiere. ¿Usted lo sabe?
—Creo que sí. Juana quiere verle feliz.
En ese momento a Luis se le abrió la mente. Como si el castillo de naipes que había construido se derrumbase y hubiese que volver a edificarlo. Juana quería que él fuera feliz.
Llegó a su casa. Juana estaba apagada y triste como siempre, pero esta vez el le saludó con la sonrisa más grande que pudo fingir. El psicólogo le dijo que a veces las cosas no salían al principio, pero estaban dentro. Él quería hacer feliz a su Juana. Por ello tenía que esforzarse a hacerlas, sin pensar mucho si podía o no sonreír. Era como si llevase un montón de sonrisas metidas en un tarro con la tapa bien cerrada y fuera su propia mente la que no dejaba abrirla. Así que tenía que sonreír y, con el tiempo, la tapa se abrirá como por arte de magia y le saldrían todas las sonrisas del corazón.
—Muy contento vienes hoy.
—Sí, muy contento — La abrazó.
—Quita, quita, que estamos viejos ya para ese jueguecito.
—¿Vieja tú? Si nunca envejeces…
—No seas mentiroso.
—Pues yo no estoy viejo. Y como no lo estoy, me he pasado por la agencia de viajes. Nos vamos a Londres quince días a ver a los chicos.
—¿En serio? —A Juana se le iluminó la cara.
—Sí, mujer, sí. Ya es hora de espabilar los ahorros de la cuenta. ¿Para qué sino los queremos? Esto va a cambiar, Juana. No me voy a privar de lo que quiero hacer y no voy a privarte de compartirlo conmigo, si es lo que quieres…
—¿Cómo no voy a querer estar contigo, zalamero?
Y así, entre risas, se abrazaron, comiéndose a besos, mientras hacían las maletas.
Cuando nos enfocamos en la palabra humildad, pensamos en la aceptación de nuestras circunstancias, y en ocasiones, incluso en sus más terribles cáscaras de la falsa humildad e hipocresía de las personas narcisistas y egocéntricas.
Hoy reflexiono y mastico la palabra humilde. Reflexiono y mastico la palabra aceptación. Y pienso que todos, yo la primera, no comprendemos su significado. Hemos interiorizado su contracción, pero no hemos interiorizado su expansión. Todos pensamos que ser humilde es aceptar que uno no lo sabe todo, aceptar su lugar, las condiciones que le tocan, saber aprender y escuchar para mejorar, no alimentando el monstruo de nuestro ego. Y eso es así, pero también lo es que hay que ser humilde para recibir. Aceptarnos, para entender que merecemos y no petardearnos sistemáticamente a nosotros mismos. Cuántas veces nos limitamos a nosotros mismos, nos negamos cosas, y somos nuestro peor crítico. Aceptar es también permitirnos decir a viva voz que nos merecemos el amor, la prosperidad, la tranquilidad…Aceptar no es represaliarse, ni reprimirse. Hay un mensaje que cala en nuestro subconsciente como una herida y que elabora una creencia limitante de que no nos merecemos algo. Es cierto, es peor la falsa humildad y la hipocresía de algunos que elevan su ego a lo máximo. Sin embargo, también es negativa una humildad caída, una humildad vista desde el rigor que nos lleva a arremeternos hasta el punto de no creernos merecedores. A no saber recibir. ¿Y si el subconsciente está limitando nuestro consciente?
Si a veces piensas que te niegas cosas, te limitas, no intentas progresar porque no te crees capaz de hacerlo, quizá haya en tu subconsciente un concepto restrictivo de la aceptación y la humildad.
Hoy vienen a mi mente las palabras de merecimiento:
Merezco todo lo bueno.
Yo no soy mis pensamientos negativos ni restrictivos.
Abandono y olvido las limitaciones y todo aquello que no me deja crecer.
Yo soy las opiniones positivas.
Suelto los temores, los prejuicios.
Mis posibilidades de ser se abren como una flor en primavera.
Yo, tú, merezco, mereces, el amor, la prosperidad, la libertad de no limitarme, de ser lo que puedo ser.
Soy merecedor y lo acepto.
Sé que eso también es la humildad.
Rompo las falsas creencias de mi yo y me encamino a permitirme ser libre para dejarme ser.
Los árboles son las metáforas que abrazan los conceptos, aquellos que se forjan con el entendimiento. La madera implica un proceso lento. No podemos tallarla con prisas. El fruto de la anticipación puede ser un fracaso. La madera/ concepto si nos apresuramos no nos dará el fruto buscado sino una proyección defectuosa.
El entendimiento implica funciones racionales e intuitivas. Nunca como esferas estancas. En realidad, son como las vetas del tronco, una parte de la misma parte. Por eso, si la razón se lleva al límite no da espacio a la intuición, y si la intuición se lleva al límite no da espacio a la razón.
Para aprender a tallar despacio la madera, la intuición debe acostumbrarse a lo material. Cultivar el trigo, amasar el pan y hornearlo. Los panes son así el tributo de la sabiduría. La integración del entendimiento. Si lo logramos, claro que se multiplicarán.
Si tenemos en mente miles de formas de crear atractivos panecillos, pero no establecemos una mínima organización, caeremos en dos escenarios que pueden ser ruinosos. Uno, el más común, la procrastinación, y la idea se queda en eso, en una idea. El segundo que intentamos hacerlo y la falta de previsión hace que nos sobre el agua o la harina.
Para que la razón pueda tallar despacio la madera debe aprender a pescar. Los peces son los talentos, aquellas ideas que nos vienen de golpe. Si las sometemos al estricto sentido de la razón, el pez no abrazará el anzuelo. Si creemos en la idea, tendremos peces de colores y claro que se multiplicarán.
Si tuviéramos que realizar todas las tareas preguntándonos sin cesar cómo, acabaríamos no haciéndolas. Conocéis la historia del Ciempiés y el sapo burlón. Cuando el sapo le preguntó en qué orden se movían sus patas, el ciempiés empezó a dudar y acabó sin poder andar.
Con un cesto de panes y de peces estamos listos para empezar a preparar el banquete. Nos faltan las uvas. Ahora sí es tiempo de ir a recolectarlas. Y dejar que se fermente el mosto en su justo equilibrio.
El secreto no consiste en la proyección, sino en lo que ocurre después de proyectarla. No hay realización sin acción y no hay acción sin superar los miedos. Para proyectar necesitamos la razón y la intuición, saber lo que queremos y lo que necesitamos para lograrlo. Una vez que tenemos en nuestras manos esa copa de vino necesitamos la acción.
Por eso la última letra siempre llama a la confianza.