Manuel estaba al borde de sus fuerzas. Solo encontraba su sitio cuando fantaseaba con desaparecer. Pensaba que así se acabaría todo.
Manuel tenía una jornada de trabajo asfixiante, muchas guardias y muchos sinsabores. Un hospital, sin duda, es eso y mucho más. Pero a Manuel no le agobiaba su trabajo sino su casa..
Su mujer era una queja constante, siempre recriminándole, si cuando llegas, si cuando vas, que esto no lo haces bien, que lo haces mal, que no te fijas, que no sabes, que si no fuera por mí, ti vives en tu mundo, no te ocupas de los niños, mira lo que me ha dicho, ha hecho, tú les consientes, tu no me miras, no me dices, no me prestas atención, tienes la culpa, la culpa, la culpa.
Un día de abril pidió la excedencia en su trabajo. Llegó a su casa. Comió en silencio, rápidamente, con tormenta en el estómago, mientras escuchaba a su mujer diciéndole que no sabía poner bien la lavadora. Recogió su plato y salió de casa con la excusa de ir a comprar unas cuchillas de afeitar. Nunca más se supo. Solo una postal desde Alicante diciendo: ”no me busques, estoy bien, pero necesitaba desaparecer”.
Hace tres años que se marchó, aunque cada mes envía anónimamente una cantidad suficiente para los gastos de la familia.
Todas las noches antes de dormir mira las fotos de sus hijos.
La mujer de Manuel proyectaba toda su frustración sobre él y no era capaz de reconocer lo que estaba haciendo. Quizás Manuel pudiera haberla entendido un poco mejor, pero su estrés laboral y su larga jornada de trabajo, tornaban la queja constante en una tortura que se repetía tan pronto ponía el pie en su casa.
Miles de historias de desaparición voluntaria tienen causa en el bloqueo mental que provoca una determinada situación.