Ausencia

Hay cosas sencillas, cotidianas,

que emergen en todos los paisajes,

un pequeño jarrón, las flores en un patio,

la diversidad caótica del tráfico,

un beso para ti,

aquella mirada

y el imponente palpitar del fruto

de un naranjo.

Y, aun así,

persistimos en buscarnos en conceptos

con complejas palabras enredadas

en la maraña de nuestras propias ausencias.

No es posible entender la vida

sin vivir apegado a la realidad más perceptible.

Ni la vacuidad del universo,

la nota primordial,

el símbolo del tiempo,

la divagación finita,

puede llevarme

a tus labios

si me ausento.

Interrogante

             ¿Y si hubiera una magia de las cosas?

              La lámpara de un genio imaginado

              que te concediese los deseos,

               sin límite de número ni tiempo.

                Pedirías, quizá, la eternidad, la luna,

                la abundancia, un cofre de tesoros,

                ser un sabio, saber la profecía,

                leer los posos de café de la mañana,

               presentir, adivinar o ganar siempre,

               en todos los instantes de la vida.

               Y si eso fuera así, tu yo omnipotente,

               ¿Sería acaso un yo perfeccionado,

               o una incorrecta desviación que absurda,

                divaga entre los restos del deseo?

             ¿Serías quizá lo que siempre soñaste?

                O, tal vez,

               ¿tu peor versión?

                 Los interrogantes descansan

               en la acera del pensamiento,

                 sacudiendo las baldosas,

                  para abrazar, renovados,

                  el nacimiento de una margarita.

                   El diseño es tan perfecto

                    que habría que felicitar al creativo.

3 de abril. 32 años y un laberinto

Víspera de Befana de 1999. Marcelo esperaba impaciente el regalo de esa vieja maga de zapatos rotos. Su padre le había prometido llevarle al laberinto de Villa Pisani.

      Era una mañana cálida, pese al invierno. Marcelo se entretenía dando vueltas al laberinto persiguiendo a una mariposa blanca, sin pensar en otra cosa.

      —Vas haciendo círculos —le indicaba su padre—. Síguenos, no quiero que te pierdas.

      Marcelo hizo caso omiso. Se perdió, como era de prever, y varios guías tuvieron que emplear todos sus esfuerzos en localizarle.

      —Te lo dije —le regañó su padre—. No sé si Befana traerá regalos para ti esta noche.

        Sin embargo, Befana trajo regalos. Siempre se compadece de los niños traviesos. Además de sus juguetes preferidos le dejó una carta, lacrada con un raro sello de color blanco, que solo podría leer al cumplir 32 años.

    Marcelo conservó la carta y, aunque tuvo muchas tentaciones de abrirla a lo largo de los años, no lo hizo, quizá porque creía internamente que ese sobre amarillento conservaba algo que se esfumaría,si no cumplía con sus indicaciones.

   Marcelo, aunque fue hallado aquel día por los guías turísticos, llevaba una vida metafóricamente apegada a la continua pérdida, en los senderos de un complicado laberinto, persiguiendo una mariposa blanca que nunca alcanzaba. Había caído una y otra vez en profundas oscuridades y nada parecía satisfacerlo. Desordenó sus horarios, abandonó sus estudios y acabó trabajando en cualquier cosa por pura supervivencia. Su novia, Sofía, una muchacha alegre y cariñosa, no tuvo más remedio que dejarle tras múltiples engaños y faltas de compromiso. Nunca llegaba a tiempo a los sitios y siempre había una disculpa para no mirarse en el espejo.  Hoy era su 32 cumpleaños. Esa mañana se despertó con una tremenda resaca. Tocaba desayunar paracetamol y un café bien cargado. Cerró el teléfono. No podía ni aguantar el sonido de las llamadas de felicitación de cumpleaños. Mientras bebía el café se acordó de aquella carta. Era el momento de conocer qué decía.

        Querido Marcelo:

     Cuando se estropea un aparato doméstico y hemos de acudir al temido libro de instrucciones, podemos invocar a la divinidad en arameo, más no evitaremos chocarnos con la ineludible realidad: No hay quien lo entienda. La vida se asemeja, a veces, al aparato con instrucciones deficientes, como un código indescifrable en el que no encontramos la tecla del reset. ¿Dónde estará esa dichosa tecla? ¿Dónde el reinicio? ¿Dónde estará ese lugar que todos buscamos?

    Al final todo se reduce a un callejón que parece no tener salida, sin internarte en caminos estrechos y sinuosos, entre la oscuridad y la claridad. ¿Cuántas lecciones precisamos para ver el final del laberinto?  El hombre vive en la eterna duda, pero hay algo que nos puede guiar. El peor enemigo, para buscar la salida a nuestro propio laberinto, no es lo malo que nos pueda pasar, ni la dificultad de su diseño. Es el miedo, Marcelo, el miedo. Ninguna de las páginas más negras de la historia de la humanidad se hubiera escrito sin la complicidad del miedo de los que callan. Es natural, el instinto de supervivencia se impone sobre todo, aunque se nos vaya todo en ello. Por eso quizá la tecla de reinicio reside en algún lugar más allá del miedo; más allá del instinto. Pero para no tener miedo, no debemos sentirnos solos. Marcelo, no temas, haya pasado lo que haya pasado, eso no te define. Nadie es su pasado, sino quién quiera construirse en el presente. Siempre serás bienvenido. Es hora de sentirnos conectados.

  Preparé tu cuarto, con sábanas de amapola, y encendí el incienso de rosas, para tu bienvenida. Quería recorrer tus ojos, agarrarte las manos y visitar las estrellas. No llegaste. Quizá te despistó una sirena o tal vez un pirata, esos mares siempre tienen turbulencias. Seguiré esperando, tejiendo nubes, porque, algún día, todos acabamos llegando a Ítaca.

       Los sueños infantiles se quedan impresos en algún lugar de nuestra memoria. Ese lugar en el que encontramos quizá lo más auténtico de nosotros mismos. Era la hora del regreso. La tecla del reinicio, nunca mejor dicho. Su madre le había escrito esa carta 20 años antes. Lo seguía esperando, tejiendo nubes. El mejor regalo de su 32 cumpleaños fue el abrazo de los suyos.

2 de abril. ¿Conectados?

Miguel tenía las manos arrugadas, tanto que, si te fijases solamente en ellas, afirmarías que se trata de un anciano. Sin embargo, su expresión facial era suave, su rostro terso, sin apenas arrugas. Le mirabas a los ojos y parecía un niño. En realidad, ya había cumplido los 70. Vestía de forma muy extraña y siempre portaba un amuleto de un sol. En el pueblo todos decían que se había vuelto loco, que había tomado esto y aquello, participado en sectas y sociedades secretas. Los lenguaraces siempre tienen mucha imaginación. En ello les va su negocio.

  No me gustaba ir al pueblo. Sus gentes solo sabían hablar de lo que había ocurrido a otras. Únicamente cambiaban de tema cuando querían advertirte de algo negativo. Pasara lo que pasara, todo era para mal. Que si te iba a salir mal el negocio que proyectabas, si no ibas a aprobar tal examen, si ese novio no era el mejor para ti…Todo mal.

  Viernes Santo y con una niebla densa. Un día intensamente plomizo, de suelo extremadamente gris. No podía aguantar otra advertencia de mi tía, así que salí a la calle, por pura necesidad de respirar y no escuchar nada tóxico.

  Miguel estaba sentado en un banco, mirando al río. Sus ojos parecían absortos en el discurrir del agua.

   — Siéntate aquí, María.

   —¿Yo?

   —Sí, quiero contarte algo.

    Me senté a su lado y una extraña sensación se apoderó de mí. ¿No sería un psicópata? No lo conocía. Todo el mundo decía que estaba mal.

    —María te conozco desde pequeña. Tengo que contarte algo. Ya sabes que yo he vivido mucho. He intentado buscar a Dios en todas partes. Pasé del catolicismo a la nueva era, de la nueva era a la kabbalah, de la kabbalah al sufismo, del sufismo al sincretismo…Todos los caminos que se podían recorrer los seguí y no lo encontré, salvo ahí, en el agua.

     —¿En el agua?

     —Sí, María, en el agua. Sobrevolándola. ¿No lo ves?

     —Me temo que yo no veo nada.

      —Cada uno ha de tomarse su tiempo y su búsqueda. María, queda poco tiempo, poco tiempo…

     —¿Poco tiempo?

     —Para asumir el pacto. Hay que sellarlo

     —¿Qué pacto?

     —El cuarto pacto. Las tablas de la ley han desordenado sus letras. Ahora es tiempo de hacer una torre.

     —¿Una torre?, ¿Cómo la torre de babel? Eso no le gustó a tu Dios, eso era un desafío contra él.

    — No, María, esto es distinto, es una torre para la unión. El cuarto pacto, es la conexión entre todas las palabras buenas. Todas las letras están dispuestas a reunirse, para formar palabras buenas. Todos debemos aprender a hablarlas.

    —¿Y qué es una palabra buena?

   —María, no pensé me harías esa pregunta. ¿Qué va a ser? Aquellas que nos unen, nos conectan y nos hacen ser conscientes de la realidad de los otros. Esas son las palabras buenas.

Tras esta breve conversación con Miguel, pensé que quizá era cierto que estaba loco, como decían las gentes del pueblo. Sin embargo, esa misma noche soñé con una torre tan alta, que formaba escaleras de palabras buenas, para conectarnos entre todos. Quizá Miguel no estaba loco, quizá tenía razón y la única forma de mejorar este planeta desbocado, es comenzar a inundarlo de palabras buenas.

Algo sobre mí

Pilar Astray Chacón

1 de abril.¿ La vida te arrolla?

       Buenas tardes, permítanme que me presente hoy aquí, de improviso. Me llamo Aurora y quienes me hayan leído en una anterior entrada conocerán alguna cosa de mí. Mi creadora me ha pedido que les cuente algo sobre mi vida, lo que me resultó más difícil de aprender y, por lo que, en ocasiones, sufrí muchas desilusiones. Yo era como un recipiente, un pequeño cubo que se pone en el exterior y no se mueve, de forma que si llueve recibe lluvia, si nieva nieve y si hace un sol arrollador se abrasa. La vida me arrollaba, yo no tenía las riendas. Y esa fue la experiencia de vida que me costó más aprender. ¿Y cómo lo hice? A base de golpes, desilusiones y sensaciones de caos. Reconozco que en ese proceso tuve un encuentro providencial.

         Mi primer día de colegio encontré a mi mejor amiga, fue la primera que me habló. Las otras no lo hacían. Me eligió ella, no yo. Y a partir de ahí, mi vida comenzó a funcionar con las mismas reglas.  Cuando llegó la adolescencia, yo quería tener novio como las demás, y mi primer novio fue uno de los primeros que me lo pidió. Resultó un fiasco. También él me eligió, yo solo estaba esperando como ese cubito en el exterior, a recibir agua, nieve…lo que fuera. Conocí a mi marido en una fiesta de cumpleaños. El primero que me pidió bailar. También fue un horror. Doce años de matrimonio convertidos en martirio. Elegí mi profesión tras consultar mi carta astral. Al final la dejé por aburrimiento y comencé a estudiar filosofía, y ahora estoy aquí, dando clases de filosofía en una ciudad que elegí en una tirada de dados.

        Mis parejas me decepcionaron, mis amigas me decepcionaron, mi trabajo me daba problemas. Un día, leyendo el periódico, observé un anuncio de una consulta de psicología. Marina Bao, psicóloga. Me gustó el nombre. Y como todo en mí es intuición, allá fui. Lo que yo ahora les voy a contar, para mí, fue esencial. Una mujer de 52 años resultó iluminarse por una joven de 30. Desde ese día, podríamos decir que, pese a mis peculiaridades, he tomado las riendas de mi propio carro.

       —Así que te gustan los dados para guiar tu destino. Juguemos al tarot.

       Marina puso encima de la mesa de la consulta la carta del carro. Genial, pensé, la primera psicóloga bruja que me he encontrado. Gracias universo, será mi psicóloga para siempre. Pero ella me preguntó:

      —¿Qué opinas de esta carta?

      —Pues el carro, el regreso, el destino.

      —¿Cómo elegiste este destino, trabajar aquí?

      —Porque en los dados me salió el seis. Asigne un número a cada destino del concurso de traslado y salió el 6.

     —¿Y a tu marido?

     —Porque ese día bailamos y me pareció que la luna brillaba más fuerte. Era un mensaje. De todos los que allí estaban, era el más guapo.

     —¿Tus amigas?

    —Aquellas que quisieron serlo.

    —¿Y tú, cuando has elegido algo?

      Me quedé pensativa. Era cierto, eludía mi responsabilidad al elegir, esperando que la vida me diera lo que me correspondiera.

      —Si eres un mero recipiente estático, recibes las inclemencias del tiempo. Si decides dónde situarte. Podrás recibir lo que buscas. Eso no quiere decir que no puedas tener desilusiones, pero lo que tú haces es jugar a la ruleta rusa —observó Marina.

      Era eso, en la vida no hay que esperar lo que venga. Hay que elegir. Para elegir debemos aprender a saber lo que queremos. De lo contrario, la vida te arrolla.