Víspera de Befana de 1999. Marcelo esperaba impaciente el regalo de esa vieja maga de zapatos rotos. Su padre le había prometido llevarle al laberinto de Villa Pisani.

      Era una mañana cálida, pese al invierno. Marcelo se entretenía dando vueltas al laberinto persiguiendo a una mariposa blanca, sin pensar en otra cosa.

      —Vas haciendo círculos —le indicaba su padre—. Síguenos, no quiero que te pierdas.

      Marcelo hizo caso omiso. Se perdió, como era de prever, y varios guías tuvieron que emplear todos sus esfuerzos en localizarle.

      —Te lo dije —le regañó su padre—. No sé si Befana traerá regalos para ti esta noche.

        Sin embargo, Befana trajo regalos. Siempre se compadece de los niños traviesos. Además de sus juguetes preferidos le dejó una carta, lacrada con un raro sello de color blanco, que solo podría leer al cumplir 32 años.

    Marcelo conservó la carta y, aunque tuvo muchas tentaciones de abrirla a lo largo de los años, no lo hizo, quizá porque creía internamente que ese sobre amarillento conservaba algo que se esfumaría,si no cumplía con sus indicaciones.

   Marcelo, aunque fue hallado aquel día por los guías turísticos, llevaba una vida metafóricamente apegada a la continua pérdida, en los senderos de un complicado laberinto, persiguiendo una mariposa blanca que nunca alcanzaba. Había caído una y otra vez en profundas oscuridades y nada parecía satisfacerlo. Desordenó sus horarios, abandonó sus estudios y acabó trabajando en cualquier cosa por pura supervivencia. Su novia, Sofía, una muchacha alegre y cariñosa, no tuvo más remedio que dejarle tras múltiples engaños y faltas de compromiso. Nunca llegaba a tiempo a los sitios y siempre había una disculpa para no mirarse en el espejo.  Hoy era su 32 cumpleaños. Esa mañana se despertó con una tremenda resaca. Tocaba desayunar paracetamol y un café bien cargado. Cerró el teléfono. No podía ni aguantar el sonido de las llamadas de felicitación de cumpleaños. Mientras bebía el café se acordó de aquella carta. Era el momento de conocer qué decía.

        Querido Marcelo:

     Cuando se estropea un aparato doméstico y hemos de acudir al temido libro de instrucciones, podemos invocar a la divinidad en arameo, más no evitaremos chocarnos con la ineludible realidad: No hay quien lo entienda. La vida se asemeja, a veces, al aparato con instrucciones deficientes, como un código indescifrable en el que no encontramos la tecla del reset. ¿Dónde estará esa dichosa tecla? ¿Dónde el reinicio? ¿Dónde estará ese lugar que todos buscamos?

    Al final todo se reduce a un callejón que parece no tener salida, sin internarte en caminos estrechos y sinuosos, entre la oscuridad y la claridad. ¿Cuántas lecciones precisamos para ver el final del laberinto?  El hombre vive en la eterna duda, pero hay algo que nos puede guiar. El peor enemigo, para buscar la salida a nuestro propio laberinto, no es lo malo que nos pueda pasar, ni la dificultad de su diseño. Es el miedo, Marcelo, el miedo. Ninguna de las páginas más negras de la historia de la humanidad se hubiera escrito sin la complicidad del miedo de los que callan. Es natural, el instinto de supervivencia se impone sobre todo, aunque se nos vaya todo en ello. Por eso quizá la tecla de reinicio reside en algún lugar más allá del miedo; más allá del instinto. Pero para no tener miedo, no debemos sentirnos solos. Marcelo, no temas, haya pasado lo que haya pasado, eso no te define. Nadie es su pasado, sino quién quiera construirse en el presente. Siempre serás bienvenido. Es hora de sentirnos conectados.

  Preparé tu cuarto, con sábanas de amapola, y encendí el incienso de rosas, para tu bienvenida. Quería recorrer tus ojos, agarrarte las manos y visitar las estrellas. No llegaste. Quizá te despistó una sirena o tal vez un pirata, esos mares siempre tienen turbulencias. Seguiré esperando, tejiendo nubes, porque, algún día, todos acabamos llegando a Ítaca.

       Los sueños infantiles se quedan impresos en algún lugar de nuestra memoria. Ese lugar en el que encontramos quizá lo más auténtico de nosotros mismos. Era la hora del regreso. La tecla del reinicio, nunca mejor dicho. Su madre le había escrito esa carta 20 años antes. Lo seguía esperando, tejiendo nubes. El mejor regalo de su 32 cumpleaños fue el abrazo de los suyos.

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